Por Liber Yamil Barrueta Martínez
Esta vez no lo vi, me dijeron que no preguntara por él,
y que de ser posible no me enfrentara con el rostro delgado de la madre. Me
dijeron además que había caído por una bobería, por un robo que no hubiese sido
robo en ninguna otra parte del mundo, pero metió las manos y por ello pagaría.
Abuso del cargo, desvío de recursos, lucro y no sé cuántas chorradas más. En
resumen, ya llevaba unos siete meses preso y en espera de juicio, un muchacho
que creció a mi lado y del que doy fe, nunca fue un delincuente.
Voy a ponerle por nombre Ángel Cristo, por eso de que
le venga el aro de los ángeles sobre su cabeza y el nombre de Cristo lo proteja
en esa celda a donde fue a parar.
Angelito, no tuvo nunca un vicio conocido, ni siquiera
le metía al ron como el resto de la familia, ni su garganta fue raspada jamás
por el humo del cigarro, como la marihuana y otras drogas tampoco estuvieron a su
alcance.
Siempre vivió para el estudio, incluso de niño, tuve
que enseñarle a defenderse y a pegarle a los demás, porque prefería callar y
obedecer antes que golpear a alguien. Recuerdo cuando tenía cinco años y mi
abuela lo cuidaba, casi lo obligué a que le espantara un trompón a mi prima de
sangre, porque ya lo tenía al volverse loco. Aquello provocó un escándalo en la
familia porque la mordida fue brutal, sin embargo, eché la pelea por Angelito,
porque ya mi primi lo tenía hasta los huevos.
Esta vez no lo vi, pero la anterior, hace dos años, sintió vergüenza al recibirme, y lo hizo casi escondiendo la cabeza en la tierra. Casado, con dos hijos pequeños, con una esposa y viviendo en un cuartucho donde todo se
podía ver de una pasada. La habitación era la única, allí estaba la cocina, el
fogón de luz brillante, la hornilla eléctrica que no dejaba de romperse, el
ventilador apuntando hacia la cama, el más pequeño de los hijos prendido de la
teta de la madre, el mayor intentando ver la televisión, mientras pasaban miles
de rayas por la imagen y un señor de bigote ancho, decía que las siembras
habían aumentado en el país.
Había más en aquel cuarto, habían tres sillas para una
familia de cuatro, había una puerta chica que daba a un bañito miserable,
habían dos ladrillos desprendidos de una pared, y había, colgado entre los
bloques y el repello inexistente, un título de ingeniero, el de mi primo.
“Estamos levantando primo, pero esto es poco a poco”,
me dijo con la cabeza apuntando al suelo.
Unos convertibles no podían ayudarlo a paliar la
crisis, unos convertibles serían muy poco para toda una familia, que no es sólo
la de él, sino la de medio país, o la de un país y medio sumergido en una
economía de dos monedas distintas, con una, con la que pagan, intentan
sobrevivir los obreros, los ingenieros, los intelectuales, los que siempre estuvieron
del lado de la patria, al punto, que desfilan el Primero de Mayo y a nadie se
le ocurre aparecerse con una pancarta socialista que diga, aunque sea en letras
pequeñas “Por favor, Queremos no que aumenten, sino que valgan nuestros
salarios”.
Con la otra moneda cobran los que ahora tienen casas de
alquiler, los que abren paladares, los que tienen negocios, los que venden
autos, camas, sillas, mesas, los que se prostituyen, los que te llevan en sus
autos de un lado a otro de la ciudad.
Mi primo, debe estar preso, no lo sé, ya llevaba siete
meses cuando estuve allí. Mi primo debe estar preso y nunca fue a una disco,
nunca supo lo que era una buena bebida, ni un pedazo de carne asada cocinado en
un fogón decente, no logró viajar, no fue disidente, no se opuso, no ofendió,
no hirió, no intentó abandonar la isla como han hecho otros sujetos, después de
haber sido héroes de la patria con cinco millones de dólares para colocarlos en
un banco en el extranjero abusando de la confianza del pueblo.
Lo cogieron robando “lo que no era suyo”, tuvo la mala
suerte de que alguien, diera el chivatazo. Cometió una falta, un error que él
mismo debe reconocer, o se pudrirá en espera de más pruebas, en espera de
juicio.
Mi primo tuvo la desdicha de ser víctima de un puto
salario que no le alcanzaba para nada. Tuvo la desdicha de no planificarse bien
la vida, de no haber esperado por lo menos 10, 20, 30, 50 años a que sus
condiciones de vida mejorasen para tener esos dos hijos, venidos al mundo antes
de tiempo. Tal vez a los 60 años de edad, él y su esposa, también de 60,
hubiesen tenido la economía suficiente como para hacer una familia.
Ángel Cristo, donde quiera que estés, vayan contigo
estas líneas dedicadas por tu aguante, siempre seguirás siendo el niño aquel,
que esperaba estar hasta los cojones para pegar la mordida.
De la cárcel se sale, aunque lo mejor, es evitar que a
ella, no se vean obligados a entrar quienes no son delincuentes.