Hay cosas con las que un hombre no juega. Son cosas propias de cada cual, cosas que uno lleva dentro, que les corre por las venas acompañando a la sangre... cosas que SON, cosas que significan vida y muerte.
Ernesto por ejemplo, no jugaba con Eulalia, su madre. Prefería que en una bronca, a punto de comenzarla, le dijeran singao´, maricón, pero no hijo e´puta. Esa sí que no te la perdonaba. Su madre era sagrada como un tótem, como un monumento en su cerebro y una piedra de bondad infinita en su corazón. De todo menos cagarse en su madre. Era indescriptible el sentimiento que le provocaba ver atacada su progenitora. Y no es que él la quisiera mucho precisamente, si nos guiáramos por los hechos en los que él incurría a diario, muy ajenos, todos, a los consejos que le daba Eulalia, pero sus sentimientos maternos eran invulnerables, de absoluto respeto y cariño por todos. Especialmente por él.
Laura, por ejemplo, nunca permitió que nuestros ojos y expresiones verbales jugaran con su cuerpo. Más de uno nos creímos firmemente que era lesbiana, pero no. Laura simplemente odiaba los piropos varoniles como si se tratara de algún tipo de enfermedad contagiosa que ella deseaba mantener alejada de su cuerpo a como diera lugar. Ni siquiera nos miraba, ni a mí, ni a Osmel ni a Ricardo. A nadie. Laura no vacilaba machos. El Gimnasio de Morfa no existía para ella ni como recurso ocular, un deporte que practicábamos muchos de nosotros con las chicas que acudían a hacer ejercicios. Laura era tan diferente que nunca me gustó enjuiciarla, encasillarla en determinado tipo de mujer. Jamás le hablé. Mis saludos se limitaban a un guiñao de ojo mientras ella se acercaba y yo lo hacía, porque era del barrio, sólo por eso y nada más.
Personas como esas pudiera mencionar muchas...
El cubano, por ejemplo, no le gusta que jueguen con su libertad. No hablo del sagrado derecho de decir lo que nos venga en ganas o moverse. Hablo de la libertad que nos caracteriza como ser humano. La libertad de acudir al vecino si nos hace falta un poco de azúcar; de pedir una ayuda, de pasar y meterse en una fiesta, o quedarse en una rumba de solar en casa de las quimbambas. Hablo de la libertad de ser como somos, de no pedirle permiso a veces a nadie para irrumpir. Y no es que seamos perfectos, para nada. Existen muchísimas cosas de las que deberíamos aprender, muchas, como también creo que muchos deberían aprender de nosotros, pero la libertad es sagrada. Incluso fuera... más aún dentro.
En lo personal yo también tengo algo sagrado que pudiera definirlo también como una cierta libertad, pero del espíritu. Una libertad de tipo imaginativa. De crecimiento; de creer siempre en que sí puedo, que tengo como lograrlo. Me han acusado, repetidamente, de mear contra el ventilador. Me han catalogado de iluso. Me han dicho que no, que no saben como, que es mentira. Con todo he convivido y a todo he podido darle una justa respuesta. Recientemente en el trabajo, alguien me dijo: ah, no jodas que tú hablas italiano... vamos Roberto... no me jodas chico!
Con todo eso he podido convivir. Con que no crean que me gradué en la Universidad y con más de unas buenas décimas por encima de los cuatro puntos, visto que siempre estaba en pachangas, cines, juegos de dominó, fútbol, pelota, los Caribes, fiestas en el Piso Ocho; cazando jevitas que llegaban medias borrachitas a las 3am y se quedaban en blumers y sin ajustadores a coger aire en el balcón. He convivido y soportado que no crean que hablo el Italiano de modo bastante fluído. Todo ha sido permisible en mí.
Siempre he vivido con esta necesidad de expresarme y no por fuerza y obligación tener que acudir a un Círculo de Literatura porque es lo que está oficialmente establecido. No me da, sencillamente la gana, de creerme o de creer que crean que soy inferior porque no asisto a talleres literarios ni asistí nunca. No es que deje de reconocer su importancia, pero no quise o no pude. Ya ahora, quizás, me sea imposible.
Es cierto que me duele cuando me atacan por ser cubano o cuando se han burlado por haberme hecho español a conveniencia; o cuando me han dicho no tenemos un trabajo para ti pues no calificas, aunque yo sepa que sí; o cuando han hecho caso omiso a lo que digo, a lo que opino o peor aún, cuando no me dejaban opinar, pero hay una cosa con la que no transijo: que jueguen con mis sueños, que me corten las alas, que me quiten con lo que y de que respiro. Y aunque esté hundido hasta el cuello, aunque esté lejos de los míos, aunque tenga que hablar por fuerza otro idioma, no me condenes eternamente a merecerme una escoba y un recogedor. No me digas: eso es lo que hay; deja tus escritos que no te dan nada; amigo son cuatro pesos en un bolsillo...
Hay cosas con las que un hombre como yo no juega y es con esta utopía perenne en mi alma de creer que puedo ser cada día mejor. Algo así como la libertad de creer que existo, que tengo dos manos y un cerebro; que existe una familia allá, donde nací, que espera que los ayude o que esperan saber que sí, que pude, que triunfé a cuentagotas pero triunfé.
Hay cosas con las que un hombre como yo no juega y es con el deber de sentirme útil, único, poeta y loco, serio e incorregible. Hay cosas que no permito me pongan delante: puertas y murallas. Hay cosas que son en mí como el pan o el agua, aunque no sean tangibles a los demás, aunque parezcan una mierda o algo imposible, pero son y serán siempre, sagradamente mías para poder seguir viviendo.
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