La última sopa del Che
Estatua del Ché en La Higuera (Bolivia).
Julia Cortez entró
en la escuelita porque quería ver al “monstruo”. Los milicos y la CIA llevaban
tanto tiempo tratando de dar con él… Y ahora estaba allí, detenido, en La
Higuera, encerrado en su diminuta escuela. A esa aldea boliviana de poco más de
50 almas, perdida en la montaña, ella había llegado hacía no muchos meses para
ser la maestra. “Tenía 19 años”, cuenta lento esta mujer de 65.
“Yo ni siquiera
sabía cómo se llamaba el preso. Lo que nos habían dicho desde meses atrás es
que era un cubano comunista que venía a Bolivia a imponer sus ideales y a
hacernos daño. Que era el jefe de unos guerrilleros que asaltaban y violaban.
Que llevaba una coraza y un casco y que era imposible que muera”. No pudo resistir la tentación de ver al villano, al animal enjaulado, a ese tipo que más tarde supo que se llamaba Ernesto
Guevara.
Era un 9 de
octubre de 1967 y la cacería que habían llevado a cabo durante los últimos once
meses el ejército boliviano y la inteligencia estadounidense se cerraba en
brindis. Del comando de 52 guerrilleros con el que había contado el Che en este
país para tratar de derrocar la dictadura de René Barrientos y avivar la mecha
que hiciera triunfar la revolución de
Latinoamérica -la que él mismo había prendido en Cuba-, ya no quedaba
nadie. Todos habían muerto en combate, o fusilados, pocos pudieron huir y
alguno había desertado. Liquidada la parte del grupo que había tratado de abrirse
camino por Río Grade, el último halo de
resistencia liderado por Guevara se extinguía un mes después en un valle
llamado la Quebrada del Churo,(sic) a las faldas del monte espeso donde se ubica la Higuera.
Allí, a la escuelita de esta aldea, trasladaron al líder comunista herido.
El silencio del insignificante
habitáculo aún hoy impone. Sus paredes, su piso y su techo están renovados. Conserva
su emplazamiento, sus ínfimas dimensiones y algunas de las sillas y pupitres de
madera carcomida donde permaneció sentado el comandante durante el arresto. La cabaña entonces tenía el suelo de
tierra. El que volvió a pisar Julia cuando horas más tarde de su primer
encontronazo con el mito fue avisada por los militares de que el prisionero
pedía verla.
“No sé por qué
quiso verme a mí, pero pasó eso. Yo ni quería”, prosigue esta anciana de ojos negros,
recuerdos intactos y tono severo.
-
¿Qué le dijo?
-
Que si era la maestra y que si había escrito yo
en la pizarra ‘Ángulos’ sin acento, que
eso era una falta de ortografía.
-
Tenía carácter.
-
Sí, ya lo creo que tenía. Pero era algo más.
-
¿Qué más?
-
No sé bien cómo hacerlo entender. Mire, yo lo que
tenía ante mis ojos era un hombre pálido, sucio, sentado y herido -afloja la aspereza
de su rostro Julia, -pero no entiendo
por qué no podía verle así. Era raro. Con todo eso, era fuerte, firme,
atractivo. Empezó a hablarme...
-
¿De qué?
-
Fueron unos diez minutos. Me empezó a contar que
él y sus guerrilleros habían venido a Bolivia a luchar por los débiles. Que
había llegado el momento de que los pobres vencieran a los ricos. Que nosotros teníamos
que luchar... Me hablaba de sus ideales.
-
¿Y qué pensó usted cuando escuchó todo eso?
-
Verá, era inteligente, respetuoso, hablaba bien.
Decía cosas con mucho sentido. Lo cierto es que me quedaba parada mirándole. No
sé. Por lo que decía y cómo lo decía más que por su aspecto. Pero también por
su aspecto. Yo siempre digo que era hermoso. Bello. No era un monstruo. Pensé
que tenía razón en lo que hablaba.
A Julia le desapareció
el miedo. Horas más tarde, sintió el impulso de preparar una sopa para llevársela
al recluso. “El guardia me dio permiso a entrar de nuevo”.
-
¿De qué era la sopa?
-
De maní.
-
¿Le gustó?
-
No lo sé, pero me dio las gracias.
-
¿Le habló de algo más?
-
Si, ahí fue cuando le hice la promesa. Se lo
había prometido.
-
¿Prometer? ¿Qué le prometió?
-
Estuvo hablándome otro ratito de su causa y yo le
escuchaba. Estaba cómoda hablando con él. Yo le miraba todo el rato.
-
¿Pero cuál fue la promesa?
-
Él me pidió que si podía enterarme, preguntando con
disimulo a los militares, que qué iba a pasar con él. Le dije que lo iba a
hacer. Quedé con él de volver a la escuelita y contárselo. Se lo prometí,
¿sabe?
-
¿Lo hizo? ¿Se lo dijo?
-
20 minutos más tarde o algo así, desde mi casa, escuché
disparos-, entrecruza Julia los dedos de las manos como haciendo resistencia al
recuerdo – Volví corriendo a la escuelita y la puerta estaba abierta. Entré y
él estaba allí, tirado en el suelo. […] No pude cumplir mi promesa.
-
¿Qué hizo cuando entró usted en esa escuelita y
vio a Guevara muerto, doña Julia?
-
Para mí no era Guevara, era ese hombre que me
había hablado y al que le había hecho una promesa. Me quedé paralizada. No sé por qué. Me había
entrado mucho miedo. No podía ir ni quedarme. Estaba sola e inmóvil. Le miraba.
Cuando pude mover las piernas, sin pensar, empecé a andar muy rápido hacia
fuera del pueblo.
Ernesto Guevara
había sido ejecutado. La rebeldía del combatiente más conoció(sic) de todos los
tiempos había terminado en el habitáculo donde esta sexagenaria impartía sus
clases de joven, ese día suspendidas por causas mayores. Un miembro de la CIA –supuestamente-
dio órdenes de asesinarle disparándole del cuello hacia abajo ya que las radios
llevaban desde el día anterior diciendo que el Che había muerto en combate.
Mario Terán, el suboficial del ejército boliviano que ofició de verdugo, entró
con su fusil M-2 al aula y efectuó las descargas. Fueron dos ráfagas que le
agujerearon primero las piernas y luego el pecho. Más tarde, el suboficial
relató aquel momento en una emotiva carta
de arrepentimiento [según publicaron algunos medios] en la que cuenta como al ingresar
en aquella escuelita el condenado se puso de pie, levantó la cabeza y le lanzó
una mirada que le hizo “tambalear por un instante”. “Póngase
sereno y apunte bien. Va a matar a un hombre”, le ordenó el reo a su ejecutor. Terán
fue, quien con la camisa impregnada “de miedo, sudor y pólvora”,
salió de allí tras finalizar su encargo dejando a su espalda “la puerta abierta” que
encontró Julia instantes después.
El cuerpo del
cubano-argentino fue trasladado atado al patín de un helicóptero hasta
Vallegrande. En esta modesta comunidad principal de la zona a 60 kilómetros de
la Higuera en coche (por vías de tierra en las que esa distancia se recorre en
tres horas), habita la historia viva de aquel punto y aparte en la biografía de
Latinoamérica. No solo es doña Julia. Aquí, el Che es para algunos habitantes
un recuerdo real y no un mito enciclopédico.
“Trajeron un cuerpo a la lavandería del
hospital y me dijeron que lo lavara, que era el Che Guevara. Pero yo no sabía
quién era el Che Guevara. Qué iba a saber”. Habla Doña Susana Osinaga, una
señora de 82 años sentada dentro de una minúscula tienda de abastos. Le ha costado
desvelar a la primera que ella fue una de las dos enfermeras que lavaron el
cadáver del revolucionario.
Doña Susana
agarra la foto enmarcada que posee del cuerpo del guerrillero sin vida. La
imagen preside su tiendecita. No sabía ella cuando le encomendaron aquella
tarea a los 35 años que estaba enjuagando
al que más tarde convertiría en su santo. El cadáver del Che que aparece en la
fotografía, una instantánea replicada en todo el mundo, lo había adecentado
ella. La anciana está “orgullosa” de eso. Para inquietud de la versión oficial,
insiste en que en el cuerpo del rebelde no había varios, sino un solo agujero
de bala.
-
¿Cuándo supo realmente la importancia del fallecido
que usted limpiaba?
-
Años más tarde-, responde esta ex enfermera de
pelo grisáceo desde la banqueta de su tienda de la que no se levanta, o no
puede levantarse. -Aquí ha venido harto de gente a estrecharme la mano con la
que le lavé-, afirma, y muestra la extremidad de su cuerpo que es parte de la
historia.
La infame lavandería de Vallegrande.
Lo cierto es que
Vallegrande se ha convertido en un pequeño lugar de culto cuyo difícil acceso le
incorpora una suerte de misticismo budista,
y al que acuden a cuentagotas enamorados del mito. “De todos los sitios del mundo”,
dice Osinaga. El momento álgido es cada 9 de octubre. En la fecha de la
conmemoración de su muerte, pequeños grupos de paganos peregrinos acuden aquí a
visitar la lavandería donde se lavó al icono guerrillero y las viejas fosas
(hoy mausoleo y muestrario) donde en 1997 fueron hallados su cadáver y los de algunos
de sus camaradas gracias a las declaraciones que hizo el ex militar boliviano Mario
Vargas Salinas al periodista Jon Lee Anderson.
Gonzálo Flores
Gura, un experto en la historia de Guevara que atiende la casa de la cultura de
Vallegrande, saca un extra por acompañar a los curiosos hasta los agujeros
donde el ejército dejó oculto los restos del comando rebelde. Eran dos fosas
secretas en las inmediaciones e interior de la antigua base militar.
“Antropólogos argentinos y cubanos pasaron dos años buscando tras conocerse la
pista que ofreció Vargas Salinas”, explica el guía. “Una vez hallados, a
Guevara y a otros se los llevaron a enterrar a Cuba. Fue fácil identificarle a
él porque su esqueleto estaba sin manos. Se las habían cortado antes de
enterrarle para dar fe de su muerte”.
Blanca Cadima con una foto de su padre sonsteniendo la foto que hizo al Ché muerto.
Doña Julia
también pide dinero antes de la entrevista (una cantidad alta), aunque por
algún motivo accede a hacerla de todos modos tras la negativa al pago (asuntos
de ética periodística). Ella al menos tiene un motivo para solicitar pago, algunos
otros oriundos sin más relación con el guerrillero que el ser de allí, tratan
de paliar las escaseces rurales con la plata de los pocos visitantes, curiosos
y reporteros que pasan por aquí. Otros tienen otro estilo. “Yo no pido nada por
hablar de esto. Porque es historia y no se puede cambiar por dinero”, se opone
a la tendencia Blanca Cadima, que sufre de vergüenza ajena y que quizás es
inconsciente de que también se cobra entrada por entrar a las pirámides
egipcias o al Coliseo romano. Ella es la hija de René Cadima, un fotógrafo y
zapatero local fallecido en 2010 que capturó algunas instantáneas del cadáver
del Che que dieron la vuelta al planeta. La descendiente de otro de los
testigos más relevantes del final de la leyenda. “Mi padre era poco más que un
aficionado a la fotografía, pero después de aquello, vinieron a comprarle sus
imágenes periódicos de todos los lados. Hasta de Japón”, cuenta esta acomodada
regente de la ferretería Vallegrande. El pobre casi se queda sin cámara porque hizo
una foto al cadáver desnudo. Le mandaron arrancar ese rollo cuando le vieron
hacerla. Y al final, sus fotos por todo el mundo y fíjese que no sacó mucho.
Siguió haciendo zapatos toda su vida”.
Después de aquel
paso por la lavandería mortuoria de doña Susana y las fotos de Cadima, todo
acabó. El cuerpo del líder fue retirado, y Vallegrande, siguió cultivando su
tierra inconsciente de que en ella quedaban descansando los restos de una de
las efigies más notorias del siglo XX. Durante 30 años la biología en
descomposición de Ernesto Guevara, sus compañeros de armas y la mítica agente
secreta revolucionaria de origen argentino-europeo Tania (Haydée Tamara Bunke
Bíder) permanecieron allí ocultos bajo el conocimiento de unos pocos militares
que supieron guardar bien el secreto. Tampoco dejaron a este pueblo conservar
ese reducto de la historia cuando los cadáveres fueron descubiertos.
Para esta
localidad y su satélite, la Higuera, queda un lugar en las enciclopedias, muchos
monumentos al guerrillero y una oportunidad de fomento del turismo mal
gestionada. Pero no solo eso. Doña Julia tiene en casa varias fotografías del Che,
-y sin importarle que él se reconociera ateo-, les prende velas como si fueran
la estampa de un santo. Lo mismo hacen muchas de sus vecinas. “Era un hombre
bueno. Quería ayudar a los desfavorecidos. Yo creo en él y en las cosas que
decía”, asegura la ex maestra. Al parecer aquella sopa que sirvió al monstruo cubano, con mayor o menor
ortodoxia marxista, acabó llenándole a ella.
MI REBERENCI A QUIEN VIVIO COMO PENSO... QUE ES ALGO MUY DIFICIL DE HACER...
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