a Amilkar Perez Gonzalez-Posada
Nunca se nos ocurrió vender un ticket, controlar la entrada. No hubiera sido bien recibida la idea entre nosotros, pero hoy me resulta sumamente necesario poder decir con certeza cuantas almas cabían en aquel recinto obligado de sábados, usurpador de almas juveniles a las discotecas de la localidad, lugar de primeros encuentros y besos, idilio a la orilla del mar. Si se que éramos muchos los que acudíamos sábado tras sábado a aquel lugarcito bien alejado del centro de la ciudad. Más que deseo, era como una obligación o respeto a un rito apagado e incontenible en nuestras almas que nos exigia, de Lunes a Viernes, no dejar de ir el sábado a casa de Amilkar.
“El Miki” nos recibía, con aquella cara
mezcla de alegría y preocupación. Miraba a algunos con recelo, propio de
quien no te conoce, a veces preguntaba y su inquietud me sonaba a la
maldita pregunta que siempre te hacían en la escuela: “procedencia
social de tus padres” pero “El Miki” tenía que saber quienes estaban en
“su fiesta” con un sentimiento mezclado de seguridad, recelo y respeto a
su maravillosa madre.
Quizás por ostentar una tarja
en su portada donde se hacia referencia a una arquitecta, aquella
construcción aguantó durante años incontables decibeles de potencias.
Sus paredes soportaban con estoicidad el ruido enorme de aquellos bafles,
los gritos de la muchedumbre reunida, la voz del organizador de la
fiesta controlando el comportamiento de aquella estampida humana que al
ritmo de Elvis Crespo o Juan Luis Guerra se movía sin mesura, para luego
calmarse ante November Rain o Nothing Else Matters.
Ha
pasado tanto tiempo, que se pierde en mi memoria como fue que di a
parar por primera vez a aquel bendito antro musical. Supongo haya sido
culpa de “El Alfre” o de “El Ruben” o de “El Braidor” pero lo cierto es
que como todos, una vez que asistí me deje embrujar por la magia de lo
que “El Miki ponía.” Una magia que se prolongaba más tarde en un sui
generis “after hours” que comenzaba a las 3pm del domingo, con una mesa
de dominó y una que otra botella de ron de baja calidad adquirida con lo
que cada cual podía aportar para su compra.
Y “El
Miki” fue arrastrando año tras año gente a su entorno; ganándose adeptos
y enemigos - por suerte los menos - y donde quiera que “El Miki” ponía
la música - ya por entonces comprometido “gubernamentalmente” - hacia
allá iba aquella muchedumbre frenética e incontrolablemente deseosa de
pasar un buen rato, a menudo midiendo los escasos minutos que le
otorgaban los padres. A veces, algunos, ya tardíos intentando brincar
cercas, o haciéndole llamar para que él funcionase como salvoconducto
entre el portero y la institución patrocinadora de la fiesta. Fue quizás
cuando más detractores tuvo “El Miki” porque muchos añorábamos la
gratitud de su portal, la brisa de aquella bella bahía nuestra, y la
envidia absoluta que ninguno poseía una señora madre como Alicita,
siempre sonriente y bondadosa, mecenas indiscutible de todo aquel
bullicio, quien siempre, cada noche se asomaba a la puerta de la casa
para asegurarse que todo estaba en orden como si cada uno de nosotros
fuera otro más de sus gaticos.
La lógica absoluta de
la vida nos privó, poco a poco, de aquel recinto de beneficencia musical
sabatina, pero siempre que se pudo, siempre que él quiso, “El Miki” nos
prestó su hogar para compartir las horas post-Benny o post-Artex o lo
que fuese. A veces a regañadientes, a veces preocupado por “cuantos van a
ir” o “que van a llevar”, siempre él. Algunos, los más viejos,
acudíamos con añoranzas infinitas, nostalgias de un pasado casi que
reciente, indiscutiblemente inolvidable. Su tropa fiel le seguía, como
león líder de una manada, y él, ya con unos cuantos años encima y otras
tantas preocupaciones, no sabía lidiar con lo tardío del momento, su
deseo de encontrarse con la cama, acompañado o sin compañía y con la
fidelidad a sus cachorros de siempre.
Hoy ya
no te tenemos querido amigo. A la pérdida irreparable de tu presencia
en los locales musicales de Cienfuegos, nos satisface enormemente saber
que estás comenzando nuevamente tu camino, por aquellas lejanas tierras
de Europa. Te deseamos suerte. Todos. Los que fuimos tuyos y los que no.
Los que en algún momento te quisimos o los que te odiamos cuando nos
arrebataste el cariño de alguna voluptuosa fémina en sus diecitantos o
veinte. Quizás, ahora, puedan parecerte pocas diez o doce personas.
Imagino puedas recordar cuando empezaste allá, en la casita junto al
canal, cuantos asistieron. De aquellos inicios, en que podía entrar y
bailar con absoluta tranquilidad en el portal de tu casa, tuve que
acostumbrarme a quedarme en la calle y bailar sobre el asfalto. Estoy
seguro que todos los que te queremos y estamos cerca iremos a visitarte a
tu nuevo local-casa de música. A algunos nos parecerá volver atrás,
otros miraremos con angustia incontenible el que ya no somos los que
fuimos, pero los más, te aplaudiremos un presente y con la certeza de
considerarnos tus amigos, te auguraremos un maravilloso porvenir.
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