Eran los once y un poco de la noche. Acababa de terminar el partido y la euforia se desparramaba desde el televisor. De repente, acercándose, cencerros y tambores anunciaban la conga. Subí el volumen…
“Caramba, se oye fuerte esa conga del Sandino”, pensé; pero por pocos segundos, pues un creciente murmullo rítmico avanzaba potente para desmontar mi teoría.
“¡Esa conga es aquí!”, lo supe, y no esperé más. Salí a la calle y a pocos metros, viniendo desde el mar, me encontré con otro de esos símbolos hermosos que dejó la noche de victoria en Villa Clara. Los mismos congueros que días atrás auparon Elefantes salieron a la calle, a celebrar la victoria de nuestro matador.
Ese repiqueteo contagioso sonaba para reafirmar lo que es esencia de cienfuegueros: las diferencias con Villa Clara, las confrontaciones, son propias de dos tierras de fuerte identidad; pero jamás deberán pasar de ciertos tonos, porque los lazos que unen abundan más que los gestos que separan.
¿Quién no tiene padres, hijos, parientes en Villa Clara?¿Cuántos villaclareños no han decidido vivir aquí?¿Para quién es la simpatía subyacente o abierta cuando el equipo propio ya no está en competencia?
A veces respondernos esas preguntas ayudarían a enfriar conflictos, como los que sufrimos días atrás, objetos nosotros de las ansias contenidas en una fanaticada con demasiadas frustraciones desde casi veinte años atrás.
La fiesta en el Sandino este miércoles también fue nuestra, de casi todos los que esperaban no solo la victoria de un equipo sino la derrota de la soberbia.
Por eso arrolló en la media noche una tamboreada espontánea. Por eso mi vecina preguntaba sin mucho deseo de encontrar la respuesta: “¿pero quién ganó, Cienfuegos o Villa Clara?”. Ganamos, sencillamente ganamos, querida amiga.
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