Por: El Cojito Bibijagua.
Había encontrado su mirada en el reflejo que el cristal de la ventana le ofrecía; afuera el viento batía las ramas de un árbol y las hojas desafiaban los golpetazos con que la naturaleza acariciaba la quietud del verde viviente.
Descubría un amarillo mutante en naranja que traspasaba el espacio como dripping perfecto; Jackson Pollock estaría haciendo su más genuino trabajo desde el más allá o el más acá, pensó mientras los dos focos verdes de su rostro se mezclaban en el lienzo que contemplaba. Caramba, concluyó, al menos algo de color he puesto a esta divina obra de arte.
Algunos recuerdos navegaban en aquel tormentoso vendaval de julio. El ron que sostenía su mano y su espíritu, embriagaba el aroma de la tarde y le otorgaba al ambiente la imagen de una taberna criollamente decorada.
Mientras La donna è mobile, cedía paso a una Traviata extraviada, le arrancaba una lágrima perdida, en los minutos de su vejez congelada.
Ana Maria llegó, sin darse cuenta, como ángel caído; había reparado en que se le había escapado de la frente unos minutos y no se perdonaba, ni a ella tampoco, por la ausencia que le pareció una eternidad.
Ella había sido su amor joven y ahora convertía sus pecados pasados en un noviazgo maduro e inteligente que él despreciaba y contaminaba con una tristeza ensayada. Cada mañana despertaba sin saber en qué condiciones amorosas le había acurrucado su alma la noche anterior. Cuanta manera de amarla y soñarla.
De un solo movimiento, como experta estocada, incorporó el poco de ron que le quedaba en la copa a su espacio desolado y desprendió una chispa de energía en cambiar sus líricos sonidos italianos por una Maria Teresa Vera, que le sentenciaba que veinte años no es nada de tiempo, para disipar aquella compañía helénica, que le cabalgaba inmensamente feliz.
Observaba aquel ocaso del día a través del Ocaso de su vida, y la Vera le espetaba que no importaba que la amara, que además se representaba en un pasado por el cual no se podía conformar y la copa se llenó nuevamente.
Guillén, que hijo de puta eres, pensó en voz alta; enseñarle tanta vida a uno para que luego se escurra en estos años que no la supe amar, al menos con dignidad impuesta. Juró que si volviera a nacer, pasaría de los poetas, de Rigoletto, de Corona y su Longina, de todo menos de ese amigo suyo que en la media luz de su vida le recitaba una paciencia armónica y floral primaveral, aquel ron salvador de tanto llanto contrariado y suprimido.
Volvía la vista hacia la ventana, y la imagen le recordaba a un Vivaldi enloquecido con sus Cuatro Estaciones, y la voz de Corona que le había robado el turno a la Vera, le impuso un anhelo añejado. Cerró la ventana, respiró un mundo de ilusiones y recostó su cuerpo maltrecho en la guarida de su cama, donde se imponía soñar con ella cada segundo, en aquel último capítulo en que se había convertido su vida.
Soñarla era lo genuinamente suyo que le quedaba, acostarse y despertarse con su imagen en el alma.
Guillen que hijo de puta eres, no me enseñaste a olvidarla, dijo en voz baja y apagada.
El viento penetró la quietud de su ventana, y le aconsejó que buscara el Sol, en la línea continua de su paisaje.
Dio dos pasos, alcanzó el límite de la buhardilla en la que estaba su habitación de anciano aislado, y recordó que no existe mejor forma para escapar, como con la cara al Sol y un pensamiento que siendo mortal, le sigue acompañando ella. Se hizo la oscuridad al mismo tiempo en que los dos ocasos llegaron a su fin.
Besó a Ana Maria, mientras su codo amortiguaba la caída de sus años vividos, el viento cesó y la ventana selló la tranquilidad tormentosa del viejo vencido.
LIBER :Primo a mi Como a muchos otros, nos gustó el texto. Un abrazo y espero que estés bien, que ya no te veo aparecer por ningún lado. Saludos Mios Liber.
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