Los recuerdos de los momentos vividos en un viaje que me llevó a doce países pasaron por mi mente con especial dramatismo. Sentía que había conocido la civilización contemporánea, la Era Moderna, el desarrollo hasta donde la humanidad conoce y entiende, y estaba a bordo de un vuelo que me sacaba de esa realidad recién descubierta para llevarme de regreso años atrás.
Pero estaba absolutamente seguro de qué era lo que quería; los lazos sentimentales que dejé en Cuba y un sentido de responsabilidad con el futuro eran razones demasiado poderosas. Incluso no me sentía triste, estaba feliz de regresar. Mi aterrizaje fue tranquilo, pero ya desde el aire algo no estaba bien. La imagen que vi a través de la ventanilla cuando la nave descendía me causó un raro escalofrío. Ya me habían advertido sobre eso algunos amigos con experiencia de salir y entrar.
Me habían contado del choque que sentiría cuando, involuntariamente, mi cerebro empezara a comparar detalles, formas, colores, luz, vida. Y así fue, no se equivocaron ni en una palabra. Una vez en el aeropuerto, sabiendo que mi padre y mi novia estaban al otro lado de la tela de araña, solo tenía en mi mente hacer las cosas de la mejor forma para salir rápido. Llegué de los primeros a la espera del equipaje y, como no ví moros en la costa, quise creerme que las cosas podrían salir de forma natural y, a pesar del inmenso cansancio físico y mental, la idea de encontrar rápido el abrazo del viejo y los besos de Raquel me hizo recuperar algo de fuerza. Las maletas se demoraron un buen rato. No había tenido la precaución de sellarlas o, al menos, poner un candadito en ellas.
Temía que alguien metiera las manos, cualquier cosa que sacaran lo sentiría profundamente. Cada regalo, desde una memoria flash hasta alguna ropa de uso, tenía un destino y resolvería o aliviaría un problema. Finalmente mis cosas llegaron y emprendí, esperanzado, mis pasos hacia un cartel que decía "Exit", por donde observaba estaban saliendo todos los que arribaron en mi vuelo. No caminé mucho, enseguida una joven oficial de aduanas me sacó de la fila y explicándome que me dirigiera a un espacio abierto, en un costado del pasillo que contaba con unas mesas grandes, la señorita me dijo que se trataba de un "chequeo de rutina". Yo solo atiné a responder: "Haga lo que quiera, pero por favor hágalo rápido, estoy realmente cansado". Otro joven oficial, pero con más rango visible, le dijo algo a la que me atendía y esta me indicó que la siguiera, que debíamos ir a otro lugar.
Entonces empecé a caer en cuenta de que las cosas no serían normales; en mi caso, desgraciadamente, sería anormal. Llegamos a otro salón donde solo había cubanos. Allí pude comprobar la veracidad de todas las historias increíbles que me habían contado sobre los aeropuertos cubanos para los cubanos. Adonde quiera que miraba veía gente discutiendo, enojados, cansancio, indolencia, desesperación y envidia. En este salón, y a la vista de todos, mis equipajes fueron desmenuzados uno por uno, pieza por pieza, detalle por detalle, con minuciosidad de cirujanos.
Todo cuanto les resultaba interesante se lo llevaban por un buen rato a analizarlo a otro lugar, luego lo trajeron y lo fotografiaron. Específicamente teléfonos, memorias o cualquier tipo de tecnología o cables. El tema más conflictivo resultó la literatura. Según el oficial que se llevaba las cosas, "los temas parecen inapropiados, los analistas se quedarán con esos libros y, si quieres, puedes reclamarlos después y si la reclamación da a lugar, puede venir a buscarlos". Le dije que no iría desde Puerto Padre hasta La Habana para reclamarlos por gusto. Y, ¿cuáles eran los temas de esos libros? ¿Se trataba en algún caso de un manual para armar una bomba? No, solo libros sobre cultura crítica, democracia, derechos humanos… Pero bueno, parece que aquí esto es lo mismo que una bomba.
En todas estas gestiones pasaron cuatro largas horas, ya incluso habían salido las personas de otros vuelos posteriores. Para ese entonces aún me faltaba hacer la inmensa cola para pesar los equipajes y pagar los impuestos. En ese proceso se me acercó una señora a decirme: "Tu padre está allá fuera, bien cabrón ya". Supe que, efectivamente, las cosas se podrían poner feas si no salía pronto, pues mi padre, que me enseñó a no soportar la humillación, entraría de cualquier forma a buscarme.
Yo tampoco aguantaba un minuto más, ya no me interesaba nada, tenía relativamente cerca a unos de los "agentes desclasificados" que trabajan en la aduana y a ese mismo le iba a descargar todo lo que tenía deseos de decir. Pero al parecer ellos saben dónde está el punto crítico y, en ese momento, apareció un jefe que, después de pagar, me dejó salir. Dios, qué emoción, estaba medio desmayado pero volví a sacar el extra para apretar con fuerza a los míos.
También a ese gran amigo que es Reinaldo Escobar, Agustín y otro muchacho que tomó algunas fotos. Camino a la casa donde haría estancia esa noche no dejaba de mirar a los costados, las casas, las calles, la gente. Ahí comenzó en mi cerebro otro ejercicio fuerte que todavía me tiene mareado y que les contaré después, cuando haya descansado un poco. Pronto llegará la inmensa Yoani, todos mis sentidos están puestos en ella.
Eliecer Ávila Cicilia