colaboración de Oscar Luján Molina
lector y amigo de www.cienfuegoshoy.com
Ojos con lágrimas escondidas, caricias en las cabezas de los hermanos pequeños. Adiós a la madre y un hasta pronto que casi siempre era un hasta nunca. El joven Pedro emigraba a América.
Se iba con la idea de volver como uno de los nuevos ricos del pueblo, los indianos, presumir de buen bastón y comprar alguna finquita vecina. No tendría que ser buen mozo ni destacar en los bailes, con eso, ni la más guapa del pueblo se le resistiría. ¡Qué no pueden perras gordas!, pensaba.
Casi siempre, un tío o un amigo presuntuoso de esas tierras lejanas prometían un rico futuro. Muchos jóvenes corrían en busca de fortuna segura. Cuando llegaban las cosas eran diferentes, apenas tenían para comer, mucho trabajo, penas y pocos ahorros. ¿Cómo volver? El tiempo pasaba y todo terminaba en el olvido. Los sueños se iban haciendo distantes, las cartas de la madre eran cada vez más escasas, la vecina que se las hacía le pedía algunas perrillas a voluntad, lo que la pobreza no permitía, llegada primero el “luego” y finalmente el olvido.
Pedro, de naturaleza ahorrador, aunque no diestro en el negocio era un gran trabajador, pensaba que quitándole algo al estómago diariamente podría ahorrar lo necesario para ser independiente. Después de largos meses, además del trabajo en la finca del tío, comenzó a comprar algunas vaquillas. Como tiempo sobraba y cariño no había a quien dar, los animales se multiplicaban con el buen cuidado. Cada noche, antes que el sueño le diera las bofetadas que tumban la cabeza a cualquier lado, sumaba, restaba y hacía sus cálculos. “Dentro de tres años, ya tendré finquita propia y aunque no tenga a la más guapa de mi pueblo, sí otras de por acá me tendrán a bien una visita de domingo”. Se relamía solo de pensarlo.
Los caminos se volvieron peligrosos para amarrar el pequeño rebaño que crecía. El tío, por unas pesetas, alquilaba una esquina de su finca que no usaba. Comenzaba a coger forma la vida, además de empleado del tío, tenía su pequeño negocio propio.
El resto de los empleados empezaba a mirar su prosperidad con “preocupación”, y con esa cosita mala que llevamos oculta casi todos dentro, que algunos llaman envidia, comenzaron a sembrar lentamente cizañas en el tío. Al principio el trago del café se alargaba con el comentario ligero e inocente y lo suficientemente “bajo” como para que se oyera en susurro.
- ¡Como trabaja Pedro! Apenas descansa.
Pasado el tiempo.
- Ahorita tiene más que el tío.
Esto dicho en susurro astuto y zorruno, para que el pariente “sin querer” participara del comentario y se quemara el hígado.
Día a día y grano a grano, el tío empezó a sentir algo raro por Pedro, no sabía qué era, pero al que antes veía con buenos ojos y admiraba, ahora lo empezaba a ver como una preocupación más. “Este cabrón sobrino con el impulso que lleva me pone ahorita de peón, a mí que me la he currao y me las sé todas”. Esos malos pensamientos los disimulaba bien, como muchos que sonríen al bien ajeno y por dentro lo maldicen.
Pedro, cómodo con los elogios del pariente, aumentaba sus esfuerzos, vendía el queso en el bar del pueblo que llevaba el sábado por la mañana; la leche a diario, de madrugada, antes del trabajo y como los bancos no eran de fiar, ¿quién mejor para guardar sus ahorros que el tío?
Pasados algún tiempo ya tenía el futuro al alcance de la mano. Había visto una buena finquita para comprarla. Solo le faltaba el buen consejo y calzar el ánimo con las palabras requeridas.
- Tío, quiero comprar la tierrita de Don Pablo, me la da en dos plazos, la mitad ahora, el resto en pagas mensuales, durante dos años ¿qué le parece? ¿Me da su aprobación?
- Muy bien, asentía el tío, ya ves como tenía razón, eres casi rico.
Para esa fecha ya tenía ahorrado cuatro mil pesos, bastante para la época, que sumados al valor del ganado, era suficiente para un inicio a pie firme.
No dormía en el barracón con los peones. Había levantado un minúsculo rancho en una pequeña altura que le permitía dormir cerca de sus animales. Ojo del amo... caballo feliz, decía.
Un Domingo muy bien vestido, con la carretilla y los quesos, cuando se disponía a salir, la visita de una joven lo retuvo.
- Buenos días, hay alguien en casa, mi nombre es Chiquitica.
El corazón le dio tal brinco, que de no atajarlo rápido se le sale del pecho. “Carajo, Dios está conmigo, todavía no soy rico y mira lo que me manda... Virgencita, verdad, verdad, que la vida está hecha para el que tiene”, se decía Pedro lleno de orgullo.
- Sí, ¿qué le apetece señorita? Devolvía el saludo Pedro, con ojos que miran por fuera y por dentro.
- Busco una dirección, un vaso de agua y alguien con quien hablar mientras descanso un poco.
Taburete afuera y buena sombra.
Pedro estaba más cortado que el pan de molde, sudando más que con el pico y la pala a las tres de la tarde, la lengua con más nudos que soga de trepar y tan rojo como las fresas del pueblo. “¡Madre mía, Dios me la mandó muy fuerte, demasiado fuerte, qué barbaridad!”
La linda trigueña de sonrisa fácil y boca que provoca, parecía muy bien preparada para seducir.
Primero apareció un tobillo, luego con el soplo de la brisa, surgió rodilla morena con medio muslo incluido, la blusa abierta al descuido por el calor y los botones a punto de saltar de tan ajustada. Los ojos de Pedro daban más vueltas que el molino del tío, no sabiendo donde posarse.
- Señor, usted es lo más guapo del pueblo, cualquier chica que lo vea, rompe con el novio y lo llena de besos.
Era demasiado para él, tantos años soportando la soledad, los bríos de la juventud sin mujer, rompieron todas las ataduras que podían retenerlo, saltó sobre la chica con el bufido del toro Margarito. Taburete al suelo, gritos de mujer herida y forcejeo de luchadores.
El dolor del costado lo hizo volver a su estado normal. “¿Qué había pasado, qué fue aquello?”. La joven tirada en el piso con la ropa rota, un guardia rural sujetándole y el otro pegándole con “la picha de buey”.
- ¡Violador condena´o!, gritaban los guardias.
La chica llorando, explicaba cómo iba por el camino cuando ese señor la tomó por sorpresa, la llevó arrastrada hasta la casa. “¡Qué suerte que llegaron ustedes, me hubiera violado y matado”.
Pedro en el cuartel, con las manos en la cabeza, decía.
- Se jodieron los sueños en un rato, ¿qué es esto madre mía, qué es esto? ayúdame santísimo.
Suerte el tío, ese buen tío, con sus relaciones y la fianza.
- Pedro, te tengo trabajo en Oriente, coge el pasaje y vete rápido, los hermanos quieren matarte y si te denuncian por violación te pudres en la cárcel.
Como para no pensarlo,... la solución del tío era su salvación. En el primer tren salió para la lejana provincia. No se había acabado de instalar en la nueva finca cuando recibió un telegrama:
“Querido sobrino, los parientes de la joven en su furia mataron tu ganado y quemaron el rancho, el dinero se lo tuve que dar para calmarlos. Que tengas suerte.”
Mientras, el tío sacaba sus cuentas: cincuenta pesos a cada guardia, más cien para Chiquitica se los restó a los dos mil de los animales, más cuatro mil que le tenía guardado. “Qué cerebro el mío, el negocio es el negocio, cara´ y pensar que el sobrino quería ponerme de peón!”
-- Que bruto este sobrino cará, mira que decirle a la muchacha: "Tate quieta chiquitiiiiica, ni que fuera una vaca."
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