lunes, 10 de diciembre de 2012

SÓLO SE MUERE CUANDO SE ESTÁ MUERTO.




POR LIBER BARRUETA MARTÍNEZ

Cuando su madre se acercó a la cuna la encontró manchada de sangre. Sobre la sábana blanca con la que cubría su cuerpo espantando la frialdad de la noche, estaba la huella de rojo color.  Sintió miedo, era su primer hijo y llegó a pensar que aquel desconocimiento de madre primeriza la había llevado a pincharle con algún alfiler olvidado entre el ajuar. Lo revisó todo con sumo cuidado y cambió la sábana por una limpia.

Esa noche no pudo dormir, despertó a la media hora y volvió sobre la criatura de apenas unos días de nacido, y nuevamente encontró la sangre, esta vez le pareció que salía de su cuerpo sin ninguna razón, mientras el niño lloraba, ella lo intentó cambiar de lugar y entonces entendió, que no se había equivocado, la sangre salía de su cuerpo como un manantial: por los nudos que unen las articulaciones corría un hilo rojo que no terminaba nunca.

Pegó un grito despertando a su esposo, esa noche él había regresado un poco tarde de una de esas reuniones sindicales, pero se puso de pie al instante, y la abrazó intentando sofocar el llanto que ahora era de dos.

Se vistieron de prisa y así, en un mar de lágrimas y temores, llegaron al antiguo hospital de la Ciudad, una ciudad pequeña Cienfuegos, donde todos se conocen y donde la gente vive para conocer al otro.

-         -  Barrueta, ¿qué pasa?, le dijo el doctor, mientras intentaba calmarle.

-         - ¡Es el niño, que se me muere doctor!

A su madre las fuerzas comenzaron a faltarle, sin embargo, lo sostenía entre sus brazos haciendo del llanto una oración milagrosa, era su parvulito, ese primer hijo deseado que ahora se le iba en sangre.

El médico diagnosticó lo que ocurría, el niño no aceptaba su propia sangre y por esa causa, podía fallecer en cualquier momento. “Pero no está muerto”, dijo, “porque sólo se muere cuando se está muerto”. Había que hacerle una transfusión total, librarlo de la sangre con la que había nacido y ponerle otra, una que el cuerpo aceptara.

En el hospital, no encontraron esa sangre, esa que muy probable su cuerpo aceptaría. La desesperación hizo de sus padres unos tristes seres, sin embargo confiaban en esos médicos que a otros pobres, nacidos en la calle habían salvado sin que importara el color de su piel, ni el dinero depositado en un banco suizo. Eso eran, gente humilde, de pueblo.

Entre las listas de donantes encontraron el nombre de un señor, un “compañero O”, y era esa la que hacía falta. El hombre había tenido una noche agitada y no habían transcurrido ni 30 minutos desde que se hubiese llevado algo de comer a la boca.

-         - Es imposible, ahora no puedo donar sangre, acabo de cenar y además…
-         -  Es urgente, le dijo el médico del otro lado. Si no vienes ahora el niño se muere, pero tú tomas la decisión, de hacerlo tu vida también estaría en juego, no sabemos que pueda pasar.

El hombre, compañero O, llegó al hospital tan pronto como pudo. Escuchó de la boca de los médicos, los riesgos que corría al donar sangre acabado de comer y después de la noche que había tenido. También observó el rostro de los padres, abrazados y llorando frente a la cama donde ahora descansaba el niño se acercó a ella y observó el rostro del pequeño y el hilo delgado de rojo color que manchaba las sábanas.

-         - Que sea lo que Dios quiera doctor, pero si es por mí, este niño no se muere. Aquí tiene mi brazo.

Ayer, ese niño cumplió cuarenta y tres años, y hoy, es uno más entre nosotros, siempre lo fue, porque la vida es vida hasta la última milésima de segundo en que el aliento exista. Le envío mis felicitaciones nuevamente y le doy gracia a esos médicos, y a los hombres y mujeres, “compañeros de mi país natal”, que todavía luchan por hacer que todo sea posible, incluso, el milagro de la vida, anteponiendo la suya propia.

En tu cumpleaños es el mejor recordatorio que puedo hacerte primo. Y espero te acuerdes de esto, que siempre me lo contaba mamá.

POR LIBER BARRUETA MARTÍNEZ 

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