domingo, 17 de febrero de 2013

LUCIO Y ALVARO




A mi madre, un día se le ocurrió remodelar la casa. Necesitamos más que una pinturita, le dijo al viejo mío. Estoy harta ya de las lechadas. Vamos a raspar la pared y dar vinyl. Basta de resanos.

Mi viejo estuvo de acuerdo.

Poco faltó para lanzar un concurso pues hubo varios candidatos a la ejecución de la obra, entre ellos, Lucio, un ex integrante del Gran Colegio de Arquitectos; un hombre que había sufrido lo indecible - según él - atrapado en la tortuosa organización, a menudo tumbando obras, sin erigir luego, viendo y siguiendo los planes y proyectos que venían desde arriba; hasta que un día, alumbrado por Dios, se zafó las cadenas y se lanzó a diseñar y construir la casa que la gente quería y como la gente la quería.

Vino a Cuba incluso, solícito y humilde a hablar con el fundador del Opus Dei arquitéctonico en la región, un hombre que en 1959 había construido un edificio para albergar a todos... una utópica construcción que aún está en sus cimientos pero que aloja una cifra voluble de inquilinos, cifra aún por precisar  según el más reciente censo. Hasta aquí vino Lucio, luego se marchó. Vino en avión. La gente dice que regresó con Caronte. Otros dicen que no, que él era Caronte mismo.

Lucio le prometió a mi madre de todo. Desde las estructuras más avanzadas y sólidas  en materia constructiva, hasta los materiales más duraderos y por supuesto, la mejor pintura. La vieja mía, e incluso los vecinos del barrio le dimos nuestro voto, pero Lucio pronto, muy pronto, se descubrió como lo que en realidad era. Un simple tiramezcla, sin estudios ni bondad. Usurpador de almas. Ladrón de materiales y guita, o sea, pitiklines.

Mentiroso, parlanchín y bien pendejo, apenas sonaron las primeras críticas de mi madre, agarró sus matules y se largó hacia el Norte, a la capital, a reunirse con los que siempre fueron suyos. Dicen que vive a toda leche.

Fue entonces que mi viejo se plantó en treintaydós y con sobradas razones. Le dijo a  la vieja que él era quien se iba a encargar de buscar un ARQUITECTO en mayúsculas. Con experiencia. No hay arquitecto que se respete sino usa espejuelos, comentó. Dame un chance que por acá abajo también, cruzando la bahía hay uno. Se llama Alvaro.

Sin dudas Alvaro era más hábil que su predecesor. Había sorteado numerosos rifirrafes en la región por donde trabajó tanto tiempo y parecía que no, pero sí. Alguna gente decía que se había hecho arquitecto  vendiendo cemento blanco por la izquierda antes de ponerse derecho e irse a matricular a la Universidad. Tiene clase,  no parece del populacho como el otro; me gusta, le comentó mi madre al viejo y el tipo empezó sus labores. Y las terminó.

No podemos decir que haya una queja de su labor... o bueno, quizás sí. A menudo, en vez de concentrarse en lo suyo, se ponía a echarle la culpa a otros arquitectos del barrio, de los problemas constructivos en nuestra vivienda. Los acusaba de robarle materiales. De meterse en los linderos de la obra. De sabotear. En más de una ocasión quedó muy mal parado ante sus colegas de oficio, pero como gozaba de cierta bula papal por haber estudiado en gringolandia, no hubo modo de convencer ni a mi viejo ni a mi vieja, ni a los pocos vecinos que se quejaban del polvo y el ruido, de tumbarlo del caballo y pudo terminar la obra.

No quedó muy buena, pero ahí está.

Antier el viejo mío regresó del trabajo apesumbrado. Resulta ser que luego de terminar nuestra casa, a Alvarito, poco a poco, se le fueron descubriendo detallitos en su Resumé - o Curriculum Vitae, como quieran llamarle - y ahora enfrenta cargos por autodinamitación, estafa de materiales, escarnio de obreros.... en fín, un pandemonium.

Mi madre hizo una colada, se sentó a su lado en el sofá a pasarle la mano y apapacharlo;  a decir que eso ya no importaba, que ya todo había pasado. Mi viejo levantó poca presión con la solidaridad de la vieja y sus palabras. Se quitó los zapatos, pasó a dos metros de la puerta del baño, caminó hacia el cuarto y se acostó a dormir.

Al rato sentí que dijo bien quedo: Nada, hay que acostumbrarse... son todos iguales. El mismo perro, pero con diferente collar.

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