Karelia había desandado medio Cienfuegos. En alguna ocasión por allá por
el 1994 o 1995 la imaginé pérfida, sentada a la espera de algún amigo
extranjero. Imponente ante Dios y cualquier enfermedad venérea, y a mi
se me antojó siempre, como aquella fruta protegida por un montón de
perros y un viejo que parecía no dormir nunca, dueño de no sé cuantas
caballerías ociosas de tierra, al cual la generosa Revolución le había
dado hacía unos cuantos años y quitado algunas, de forma poco generosa,
algunos años después.
Karelia era, volviendo a esto de las comparaciones, como la fruta más protegida del viejo Cabaleiro, aquel que un día amaneció muerto, o asesinado, y al Gobierno en Cienfuegos y al país le vino de perilla el asunto para construir el Micro Distrito Petrolero frente a la Avenida 5 de Septiembre mientras nosotros, poco a poco fuimos perdiendo espacios de recreación y momentos para explotar la adrenalina, tentar el miedo y practicar alguna variante caribeña de deporte extremo.
De todo esto Karelia nunca supo nada. Jamás me conoció trepando a una mata asustado. Jamás me vió el día que no pude brincar la cerca y todos se mofaban de mí, mientras el viejo gritaba ATAJA ATAJA y los perros ladraban cada vez más cerca. Karelia me miraba como a uno más, quizás como a uno diferente, imaginándose lecturas de segundo tipo al ver a "aquel blanquito" entre Machito, El Chino, El Titi, Placeres... Su imagen, por el contrario, se perfilaba ante mí , como la chica más deseada de todo el barrio y yo no sabía que decirle, que imponerle o prometerle, que no fuera una vida llena de flores en el jardín, algún que otro hijo impoluto de bandidaje y algo así como tres palos al día.
Nunca supe amar a Karelia. Dejé que su imagen se me escurriera cada verano en La Punta o en Rancho Luna. Sus caderas provocaban todo tipo de acontecmientos posibles en el barrio y yo, irresoluto, me había acostumbrado a pensar que nunca sería mía, no porque ella no quisiese, sino porque yo no sabría que hacer con todo aquello. Así la barajé, entre hipótesis de muy diverso tipo y mil camas diferentes. En pasillos, bajo peldaños, detrás de una mata o en La Pista. Siempre de noche, ajena a miradas de curiosos transeúntes o chiquillos mirahuecos o pajusos de ocasión.
Karelia nunca vino a pedirme nada. Se limitaba a saludarme, a decir HOLA de lejos, y su abuela y la mía elucubraban un pronto matrimonio con todas las de la ley y nietecitos haciendo de las suyas a su beneplácito y desdicha. Sus sentimientos hacia mi no pasaban de una mundana admiración por haber encaminado mi vida tras los libros y no en oficios o peor, en fechorías, como la mayoría de todos mis amigos del barrio.
Tal vez por eso, el día que me pidió que la acompañara al "managiral" no me negué, seguro que necesitaba la compañía de alguien a quien todos conocieran y respetaran en aquel recóndito y temido paraje de la geografía en la cabecera provincial, aunque me negué en un inicio, ávido de la fiesta y de la música que amenizaba la plazoleta del barrio.
NECESITO PEDIRTE UN CONSEJO, me dijo y tomó en sus manos la perga encerada con el líquido matarratas dentro.
Nos sentamos en el murito que está al lado de casa del Neno, y me dijo que hacía apenas unos instantes había botado a su novio, pero que ella no podía estar sola. Hablaba y se aclaraba la garganta poco a poco. Esgrimía argumentos pueriles de convivencia imposible, de necesidad de establecer una vida digna, de tener una familia, un hogar; me dijo que necesitaba de un hombre firme, inteligente, arriesgado y aventurero y yo pensaba, si era el primero o el tercero, o el segundo o el cuarto o ninguno o todos. Apenas sin hablar y sin entender donde quería llegar ella con aquella trova quinceañera, fui sorprendido por su beso.
En los días siguientes de ese verano, irremediablemente a las 9.00 o 10.00am, segura que mis padres no estarían en la casa, subía al 4to piso a hacerme el amor y así fue, dia tras día, una o dos veces por día, hasta un 28 de agosto en que regresé a la Habana.
Karelia fue ese amor inesperado y atrevido que un día vino, sin yo saber como, sin siquiera quererlo, pero del cual me quedaron hondas cicatrices.
Hoy, cuando la ví, arrugada, sin forma en su cuerpo, con unos senos llegándole al ombligo, con un 99% de amargura en su rostro y mirada, enferma de sabe Dios cuantas mierdas, adicta al cigarro, al alcohol; hablándome de sus quinicientos maridos y exmaridos y diciendo no recordar aquel verano, un temor indescriptible recorrió mi espina dorsal.
Fuí a casa a mirarme en el espejo, a intentar descubrirme diferente, a pensar si yo tambien era aquello que había visto hacía pocas horas. Unas arrugas más o unas menos. Algo flaco sí, pero sin dolor en los huesos. Lo peor era la desmemoria. Jamás podría recuperarme del golpe de perder, de golpe y porrazo todo lo que he vivido y recuerdo, lo que muchos han sepultado, y yo mantengo a flote y respiré aliviado.
Karelia siempre fue esa brisa que desde la ventana de mi cuarto solía perseguir cada mañana cuando iba hacia su escuela. Siempre fue un desliz en mi brazo. Una zanja que nunca se llenó de agua, un pez que jamás mordió ni morderá el anzuelo.
Karelia era, volviendo a esto de las comparaciones, como la fruta más protegida del viejo Cabaleiro, aquel que un día amaneció muerto, o asesinado, y al Gobierno en Cienfuegos y al país le vino de perilla el asunto para construir el Micro Distrito Petrolero frente a la Avenida 5 de Septiembre mientras nosotros, poco a poco fuimos perdiendo espacios de recreación y momentos para explotar la adrenalina, tentar el miedo y practicar alguna variante caribeña de deporte extremo.
De todo esto Karelia nunca supo nada. Jamás me conoció trepando a una mata asustado. Jamás me vió el día que no pude brincar la cerca y todos se mofaban de mí, mientras el viejo gritaba ATAJA ATAJA y los perros ladraban cada vez más cerca. Karelia me miraba como a uno más, quizás como a uno diferente, imaginándose lecturas de segundo tipo al ver a "aquel blanquito" entre Machito, El Chino, El Titi, Placeres... Su imagen, por el contrario, se perfilaba ante mí , como la chica más deseada de todo el barrio y yo no sabía que decirle, que imponerle o prometerle, que no fuera una vida llena de flores en el jardín, algún que otro hijo impoluto de bandidaje y algo así como tres palos al día.
Nunca supe amar a Karelia. Dejé que su imagen se me escurriera cada verano en La Punta o en Rancho Luna. Sus caderas provocaban todo tipo de acontecmientos posibles en el barrio y yo, irresoluto, me había acostumbrado a pensar que nunca sería mía, no porque ella no quisiese, sino porque yo no sabría que hacer con todo aquello. Así la barajé, entre hipótesis de muy diverso tipo y mil camas diferentes. En pasillos, bajo peldaños, detrás de una mata o en La Pista. Siempre de noche, ajena a miradas de curiosos transeúntes o chiquillos mirahuecos o pajusos de ocasión.
Karelia nunca vino a pedirme nada. Se limitaba a saludarme, a decir HOLA de lejos, y su abuela y la mía elucubraban un pronto matrimonio con todas las de la ley y nietecitos haciendo de las suyas a su beneplácito y desdicha. Sus sentimientos hacia mi no pasaban de una mundana admiración por haber encaminado mi vida tras los libros y no en oficios o peor, en fechorías, como la mayoría de todos mis amigos del barrio.
Tal vez por eso, el día que me pidió que la acompañara al "managiral" no me negué, seguro que necesitaba la compañía de alguien a quien todos conocieran y respetaran en aquel recóndito y temido paraje de la geografía en la cabecera provincial, aunque me negué en un inicio, ávido de la fiesta y de la música que amenizaba la plazoleta del barrio.
NECESITO PEDIRTE UN CONSEJO, me dijo y tomó en sus manos la perga encerada con el líquido matarratas dentro.
Nos sentamos en el murito que está al lado de casa del Neno, y me dijo que hacía apenas unos instantes había botado a su novio, pero que ella no podía estar sola. Hablaba y se aclaraba la garganta poco a poco. Esgrimía argumentos pueriles de convivencia imposible, de necesidad de establecer una vida digna, de tener una familia, un hogar; me dijo que necesitaba de un hombre firme, inteligente, arriesgado y aventurero y yo pensaba, si era el primero o el tercero, o el segundo o el cuarto o ninguno o todos. Apenas sin hablar y sin entender donde quería llegar ella con aquella trova quinceañera, fui sorprendido por su beso.
En los días siguientes de ese verano, irremediablemente a las 9.00 o 10.00am, segura que mis padres no estarían en la casa, subía al 4to piso a hacerme el amor y así fue, dia tras día, una o dos veces por día, hasta un 28 de agosto en que regresé a la Habana.
Karelia fue ese amor inesperado y atrevido que un día vino, sin yo saber como, sin siquiera quererlo, pero del cual me quedaron hondas cicatrices.
Hoy, cuando la ví, arrugada, sin forma en su cuerpo, con unos senos llegándole al ombligo, con un 99% de amargura en su rostro y mirada, enferma de sabe Dios cuantas mierdas, adicta al cigarro, al alcohol; hablándome de sus quinicientos maridos y exmaridos y diciendo no recordar aquel verano, un temor indescriptible recorrió mi espina dorsal.
Fuí a casa a mirarme en el espejo, a intentar descubrirme diferente, a pensar si yo tambien era aquello que había visto hacía pocas horas. Unas arrugas más o unas menos. Algo flaco sí, pero sin dolor en los huesos. Lo peor era la desmemoria. Jamás podría recuperarme del golpe de perder, de golpe y porrazo todo lo que he vivido y recuerdo, lo que muchos han sepultado, y yo mantengo a flote y respiré aliviado.
Karelia siempre fue esa brisa que desde la ventana de mi cuarto solía perseguir cada mañana cuando iba hacia su escuela. Siempre fue un desliz en mi brazo. Una zanja que nunca se llenó de agua, un pez que jamás mordió ni morderá el anzuelo.
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