miércoles, 6 de marzo de 2013

A LA MUERTE


Mi madre quiso hacerme borrar el graffiti con la lengua. Mi abuela, más condescendiente abogaba porque lo borrara con los codos. Allí estaba. En la puerta. Inconfundible. Descolocado, tembloroso, con miedo quizás; propio de una mano de quien apenas había aprendido a leer y escribir. Sí, era mi letra. Yo le había comentado la autoría a mi hermana, entre risas, con absoluto desparpajo e inmadurez. Ella apenada, con prisa, fue a chivatearme con mi madre. Mi madre, sin pena alguna, y con mucha más prisa aún me entró a cintazos.  Mi abuela me sujetaba por las orejas, gritaba ajila muchacho, tú estás loco y yo solo rezaba entre lágrimas sinceras: NO LO HARÉ MÁS, NO LO HARË MÁS.

Fue así como llegué al 2do piso. Mi madre me gritó que sacara la lengua y que borrara aquella mierda que yo había escrito en la puerta de mi ex vecina. Sus hijos no estaban y en ese instante sentí temor porque llegaran. Ese pensamiento me bastó para comprender mi culpa y aunque lloraba, aunque consideraba injusto el castigo, comprendí que hay cosas que no son de juego. La muerte es una de ellas.

El Santi debe recordarla. Aida, la vecina del 2do piso. Yo no recuerdo su cara. Ni siquiera el día que me sorprendió haciéndole fuiqui fuiqui a su hija en el pasillo. Aunque teníamos la ropa puesta, la vieja cogió un encabronamiento del carajo y eso que la virginidad de su hija no peligraba gracias a un short de corduroi que llevaba puesto ella, y un pantalón de mezclilla que llevaba puesto yo.

Aida falleció un día, y en mi casa, que era la única en la escalera del edificio que había un TV - Electrón, en blanco y negro - se decretó un toque de pon. Cero muñequitos. Cero Tía Tata Cuenta Cuentos. Cero Capitán Tormenta y yo, con apenas, creo, un metro de estatura quizás menos, le cogí un odio a la vieja de pinga. Entonces descargué mi furia, lápiz en mano, en la puerta de su casa. De su ex casa. Sin pensar. Solo escribir. Solo vengarme por no poder encender mi televisor.

Este es uno de los recuerdos más longevos que perduran en mi mente. Es como un flash que a veces viene. Que luego vino y me marcó para toda una eternidad.

Ya no sentí más el escarnio de aquel castigo con fuerza bruta excesiva por parte de mi madre y mi abuela. O aquella cara de mi hermana, en la distancia, dubitativa, creyendo tener la culpa por chivatearme y pensando si había obrado bien al contarle a mi madre. Preferí, durante un buen tiempo enterrar el recuerdo de aquel fatídico día, pero a veces la puerta me recordaba la afrenta. Opté pasar por delante de ella con los ojos cerrados: de nada me sirvió. Me fue imposible. Al menos durante un tiempo. Luego vino la costumbre... la beca y así, gracías a la lejanía, gracías a que nos habíamos mudado, no vi con mayor frecuencia la puerta de Aida, la del 2do piso.

Luego vino, años más tarde, en el 85, la muerte de mi hermana; y la de mi madre, tres años después en el 88 y por arte de magia, o por obra del diablo, o de Dios, volvió aquel recuerdo a mi mente. Una experiencia que parecía enterrada en el olvido. Y vino la culpa. Y maldecí el lápiz y la madera. Y maldecí ser tan tonto. Y maldecí, y maldecí... y creí que todo había sido culpa mía y así viví, o he vivido, año tras año, a veces, recordando si fue culpa mía que murieran mi hermana y mi madre por yo haber escrito aquellas cuatro palabras.

Quiera Dios, si es que existe, y a veces pienso que sí y que no, que alguna de mis amistades queridas, de esas que hoy disfrutan la muerte de quien para muchos fue Diablo y para otros fue Dios, no reciban,  el dolor, mañana, ni pasado, del fallecimiento de algún ser querido. Mucho menos por el cáncer. Mi abuela me contaba que mi padre, agonizante en su lecho de muerte, debido a este enfermedad, extendió, instantes antes de morir, sus dedos índice y el del medio hacía sus amigos, suplicándoles, con ese gesto que cuidaran de mí y de mi hermanita pequeños ambos. Yo tenía apenas dos añitos y medio y no estaba en el Hospital. Pero si recuerdo y guardo muy tristemente en mi memoria a mi madre agonizante, en la cama del Hospital de Cienfuegos, con su intestino delgado reducido a un 33% de su longitud original debido a un cáncer que hizo metástasis, "llena" de morfina por el dolor y yo hablándole y preguntándole: Mamita que te pasa, te vas a poner bien... y la única respuesta que sentí proveniente de ella fue un ligero apretón que me dió en la mano y una lágrima que derramó y que corrió por su mejilla derecha.

Si así fuese, entonces quizás comprenderían porqué hoy escribo estas líneas con lágrimas en los ojos. No es por Chávez. No. Tal vez no sea ni por el odio que siento por el cáncer. Es porque aún recuerdo a mi hermana y a mi madre. Aun lamento sus ausencias. Aun siento que fuí responsable que ellas partieran tan temprano. Aun siento la necesidad que tengo de ellas, que estuviesen aquí, conmigo, para siempre; aunque fuese obligándome otra vez a que borrara, con mi lengua ensalivada, con mi culpa a cuestas, aquel cartel maldito que escribí en la puerta de mi ex vecina del 2do piso: Jajaja te moriste Aida

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