jueves, 25 de julio de 2013

A todos los que estudiaron en una Escuela Vocacional (fotos)

LA VOCACIONAL

tomado por Roberto Ariel Lamelo Piñón del blog:
http://josetadeotapaneszerquera2.blogspot.com.es






















LA VOCACIONAL
PARTE I
Apenas había comenzado a dar los primeros pasos en el mundo del conocimiento, y ya algunos se aventuraron a vaticinar para mí, una brillante carrera estudiantil. Decían: -Este niño ha sacado buena cabeza para los libros, así que seguro cogerá la Vocacional, a lo que yo repetía sólo por ver sonreír a mis padres: “Sí, yo me iré para la Vocacional”.

La Vocacional era el nombre con que se conocían vulgarmente en Cuba las Escuelas Vocacionales (ESVOC), un tipo de centro docente donde se cursaban los estudios secundarios y preuniversitarios, lo cual suponía permanecer en ellas durante 6 largos años.

Las escuelas vocacionales se diferenciaban del resto de los centros escolares del país, en que para entrar en ellas, era necesario pasar por un proceso de selección que se realizaba en las escuelas primarias, sacando un número reducido de estudiantes entre los primeros escalafones.

Si la memoria no me falla, existían en Cuba 6 escuelas vocacionales, coincidiendo estas, con las 6 antiguas provincias cubanas. Pinar del Río, La Habana, Matanzas, Las Villas, Camagüey y Oriente. Eran las escuelas de élite en Cuba. Supuestamente, de ellas saldría el futuro del país, las mentes pensantes que llevarían adelante la obra de la revolución a todos los niveles.

Las condiciones de las mismas, eran las mejores posibles para un centro educacional cubano de entonces. El profesorado era de lo mejor del país, las condiciones materiales, y todo lo demás, estaba en concordancia con aquella exquisita selección que colocaba en estas escuelas, una materia prima óptima para ser modelada y formada según los principios éticos y morales propios del socialismo y el comunismo.

Más allá de todo esto, resultar seleccionado para estudiar en la Vocacional era un orgullo para todo el mundo. Para los padres decir que sus hijos estudiaban en la Vocacional, era casi como que un padre diga aquí en España, que su hijo ha sido fichado por el Real Madrid o el Barcelona. Era una manera de decir: “Mi hijo es uno de los mejores estudiantes del pueblo, recibirá una educación de altísima calidad, y tiene un futuro casi asegurado.
Lo mejor de todo esto, es que los padres no tenían ni que decirlo. Bastaba con que te acompañaran al punto de recogida, donde se agrupaban todos los compañeros de colegio. Nuestros monogramas rojos, sobre el fondo azul de nuestros uniformes, no dejaban lugar a dudas. Eras un estudiante de la vocacional y por tanto, nadie dudaba de que eras un chico inteligente, y no sólo eso, sino, con una capacidad intelectual por encima de la media. Era como llevar adosado al cuerpo y a la vista de todos, el número de tu coeficiente intelectual.

En mi municipio, Trinidad de Cuba, la selección se realizó entre las 8 escuelas primarias, dando como resultado, que cada una de ellas, aportó unos 3 o 4 estudiantes al grupo final de 15 niñas y 15 niños.


Allí estábamos los 30 “fenómenos” reunidos en el parque central, acompañados de nuestros padres y dispuestos a tomar el autobús que nos llevaría a conocer la escuela y donde nos matricularían y pondrían en nuestras manos todo el material escolar necesario para nuestra vida allí.
¡Cómo han cambiado los tiempos! Corría el año 1983. Una vez matriculados, nos llevaron a un gran almacén y nos entregaron los uniformes, la ropa de cama, la ropa de campo, la ropa de deporte, todos estos atuendos con sus respectivos zapatos, la ropa de cama, los libros, en fin. Tantas cosas nos dieron, que una vez de regreso a Trinidad, debí llamar por teléfono a mis padres para que vinieran a ayudarme con todo lo que me habían dado, pues yo solo era incapaz de cargar con todo.


Poco tiempo después, al comenzar el curso escolar, ya estábamos allí reunidos otra vez para comenzar nuestra andadura estudiantil, la cual duraría 6 largos años, para muchos, los mejores años de nuestras vidas.
Me encantaría contarles algunos de mis recuerdos de la vocacional, pero son tan variados y dispersos como las piezas de un gran rompecabezas. Y es que 6 años dan para mucho.

La escuela vocacional Ernesto Guevara de Santa Clara era una ciudad estudiantil inmensa, con capacidad para 4400 estudiantes. Estaba dividida en 6 unidades estudiantiles, que equivalían a 6 escuelas independientes, pero a la vez, todas reunidas en aquel mismo espacio.

Yo llegué a la vocacional con 11 años, a punto de cumplir los 12, y salí de allí a punto de cumplir los 18 años. Tal vez ya sólo por eso, casi todos nosotros tenemos grabado en nuestra memoria de una manera tan idílica y romántica nuestro paso por allí. Y es que 15 años sólo se tienen una vez.

Es cierto que con los años uno lo idealiza todo. No obstante, tengo la sensación de que realmente aquel método de selección funcionaba. Tuve compañeros verdaderamente brillantes. Personas con mentes privilegiadas, y a diferencia de la escuela primaria, donde uno brillaba entre los demás, sin mucho esfuerzo, allí tenía que esforzarme para no quedarme atrás, y aún así nunca brillé, siempre fui un estudiante del montón. No de los malos, no de los mediocres, pero tampoco de las lumbreras. Terminé siendo el 153 en el escalafón de mi año, que estaba compuesto por 728 estudiantes.

Tres años más tarde, la escuela sufrió una transformación importante. Dejó de ser una escuela vocacional para convertirse en un Instituto Pre Vocacional en Ciencias Exactas. (IPVCE)

Recuerdo que nos metieron en el cine del colegio, y nos fueron llamando a todos de 10 en 10. Al salir por la puerta, tenías que elegir una especialidad, la cual cursarías al año siguiente. Podías escoger entre Matemática, Física, Química, Biología o Electrónica. En mi caso, terminé decantándome por la Física. Al año siguiente, se formaron nuevos grupos y nos cambiaron de Unidad, y por tanto, de dormitorios, de profesores, de comedor, de biblioteca, etc. Era casi como empezar de cero. Yo pasé de la Unidad 3 a la Unidad 2, y de mis antiguos compañeros de clase, sólo cayeron 2 de ellos en mi nuevo grupo.


Una vez hechas todas estas aclaraciones, iré apuntando de manera desordenada los recuerdos que vayan cruzando por mi mente en el momento en que escribo, y espero que sirvan como testimonio de lo que allí vivimos un número importante de jóvenes cubanos, los cuales quedamos para siempre marcados por la experiencia de nuestro paso por la vocacional, y posteriormente, por el IPVCE.

PARTE II
En la Che Guevara, entre los dormitorios y el comedor de la Unidad 3, el terreno hacía una especie de zanja con césped mal recortado, y en épocas de lluvia, se formaba una especie de charca que estaba poblada de muchísimas ranas y sapos. De ese modo, nuestras noches estaban marcadas por el ruido de esos animales. Tanto y tan alto cantaban, que tuvimos que aprender a dormir a pesar de esos conciertos en medio de las madrugadas. Uno de nuestros amigos, un chico llamado Elvis, aprendió a imitar el sonido de las ranas y lo hacía y nos reíamos mucho con él.

El día de San Valentín ocurría algo muy curioso en la escuela. Nos obligaban a entrar en pareja al comedor, tanto para desayunar, como para almorzar como para cenar. Los chicos que como yo, no teníamos novia, pasábamos mucho trabajo ese día para acceder al comedor. Casi tenías que pedirle de favor a alguna chica, que pasara a comer contigo, y ellas no siempre accedían con facilidad. De hecho, algún año me tocó quedarme para el final, y entrar a comer en el grupo de los chicos sin fortuna y soportando las burlas de todos, porque aquello era motivo de risas por parte de los demás. Yo siempre entré a comer, incluso, en ese grupo de “perdedores”, pero supe de alguno que se quedó sin cenar por tal de no pasar por aquella vergüenza.

Una vez al mes, si mal no recuerdo, nos tocaba realizar las labores de autoservicio. Es decir, nos ocupábamos de hacer funcionar el comedor. En Cuba por aquel entonces, comer pescado era cosa de pobres, y había, sobre todo chicas, que eran muy finas a la hora de comer. Así que muchas dejaban el pescado intacto. Yo, que siempre me gustó el pescado, aprovechaba para apilar todos aquellos chicharros, les sacaba las huevas, las colocaba en un plato aparte, y luego me las comía.


Otra cosa que no se me olvida, de las tardes de autoservicio es que cuando ibas a tirar los restos de comida en la cámara frigorífica, tenías que tener mucho cuidado porque siempre estaba el gracioso que te vigilaba y una vez que entrabas, te encerraban allí y apagaban la luz, sin tener tú la posibilidad de salir de allí ni de pedir auxilio. Más de una vez me encerraron en aquel refrigerador gigante de olor nauseabundo.

Del comedor, recuerdo también cómo se despilfarraba la comida. Fueron los años de gloria en Cuba. Todo lo teníamos allí en abundancia y vivíamos como reyes. Recuerdo que cuando nos tocaba hacer el desayuno en el autoservicio, nos quedábamos desayunando allí cada uno con 10 o 12 panes, con mantequilla en cantidades industriales y cada uno con una gran jarra de leche de dos litros.

Si se iba la corriente eléctrica durante la cena, y por casualidad había de postre, naranjas, mandarinas o limas, era habitual que se armara una auténtica batalla campal con todos los alumnos usando sus frutas como proyectiles. Los profesores no podían controlar la situación porque no se veía nada. Incluso, cuentan que en cierta ocasión, al restablecerse el fluido eléctrico, sorprendieron a un profesor a punto de lanzar él también una de aquellas frutas.

Teníamos en el colegio, un comedor especial al que llamábamos “comedor escuela”. Era una especie de restaurante donde nos enseñaban los hábitos correctos a la hora de sentarse a comer. Siempre que voy a un restaurante o a una cena donde debo comer correctamente, siento retumbar en mis oídos, aquella cinta donde nos explicaban todo lo que se debía y no se debía hacer a la hora de sentarnos a comer.

A nosotros nos gustaba mucho ir al comedor escuela porque allí la comida siempre era mejor que la que daban habitualmente en los comedores nuestros. Con el tiempo, cuando la vocacional se convirtió en un sitio de atracción turística y empezó a ser visitado por delegaciones de medio mundo, nuestro comedor escuela pasó a ser el restaurante para las delegaciones que nos visitaban.

Yo seguí disfrutando de la suculenta comida de aquel lugar durante más tiempo para tocaba en una pequeña orquesta la cual tenía la tarea de amenizar los almuerzos de nuestros huéspedes extranjeros. Allí me mantuve en mi modesto papel de músico hasta que salió la orientación de que todos los estudiantes estaban obligados a participar 2 veces por semana al menos, en las actividades agrícolas, y por tal razón, decidí dejar la música, porque yo me había enrolado en aquella orquesta para no ir a trabajar en las labores agrícolas.

La vocacional estaba rodeada de extensas y fértiles tierras las cuales eran propiedad del centro. Los estudiantes, entre nuestras muchas actividades extraescolares, teníamos la tarea de hacerlas producir. La producción era utilizada en nuestro propio consumo, y también era puesta en circulación en las redes de mercados agrícolas de la ciudad de Santa Clara.

Nuestro producto estrella era el plátano. Campos interminables de bananeros eran atendidos por nosotros. Empezabas a quitar la mala hierba en una punta del surco, y la otra punta no se veía. Se perdía en el horizonte. Era un trabajo duro. Sobre todo para los niños recién llegados, pues con nuestros 12 años, apenas podíamos con las azadas que nos ponían en las manos. Nosotros en Cuba le llamábamos “guatacas”. Eso sí, salimos de allí hechos verdaderos expertos en el uso de esos instrumentos de labranza. Luego lo agradecí muchas veces. Tanto aquí en España, como en Cuba, me tocó trabajar en la agricultura y mi preparación en tales actividades, me facilitó mucho la vida.


Como estabas obligado a terminar tus tareas agrícolas y sobre todo, había chicas incapaces de hacerlo, se echaban novios con el propósito de que ellos les ayudaran a terminar su trabajo una vez que ellos hubieran terminado el suyo. La verdad es que resultaba muy romántico sacrificarse de ese modo por una chica. Alguna vez me tocó a mí responder a la petición de ayuda de alguna fémina, cosa que uno se lo tomaba casi como una insinuación amorosa.

Aparte de plátanos, cultivábamos tomates, lechugas, maíz, boniatos, yucas, patatas, papayas, etc. Tengo un recuerdo muy especial de los maratones de recogida de patatas. Una vez que los tractores removían la tierra y dejaban las patatas fuera, había que recogerlas enseguida para que no se echaran a perder, así que nos convocaban a todos los estudiantes para realizar esas tareas y competíamos entre todos a ver cuál era la brigada que más sacos de patatas recogía. Era muy divertido porque la gente le robaba los sacos llenos a las brigadas rivales, y no te quedaba más remedio que colocar todos tus sacos juntos y dejar a un vigilante con ellos. También estaba el listo de turno que en vez de llenar los sacos con patatas, los llenaba con tierra.

Acápite especial se merece el trabajo en la siembra del bejuco de boniato. Era un trabajo muy duro porque lo realizábamos de manera manual y estábamos obligados a permanecer con el tronco doblado durante horas, lo que te producía un fuerte dolor en la espalda y en los riñones. Muchas noches caíamos en la cama, tan cansados, que parecía que estábamos recibiendo preparación militar o algo por el estilo.

El horario de sueño comenzaba a las 10 de la noche y nos despertaban a las 6 de la mañana. La última actividad de la noche era el autoestudio, que duraba, si mal no recuerdo, desde las 8 hasta las 10. Era la hora de estudiar, de hacer los deberes, etc.

Como la carga docente que teníamos era tanta, los estudiantes muchas veces, en vez de hacer los deberes, los copiábamos los unos de los otros. Siempre teníamos en la clase, un chico o chica, aventajada en cada una de las asignaturas y el resto copiaba los deberes por el que más sabía. Yo nunca fui el aventajado de ninguna de las asignaturas. Muchas veces me ponía a hacer los deberes y una vez terminados, preguntaba a mis compañeros si alguien quería copiarlos por mí, y nadie quería.

Una vez terminado el horario de estudio, nos daban una merienda, y luego pasábamos a los dormitorios. Había una especie de galleta dulce y grande, fabricada con harina de trigo o algo así, que le llamábamos “queques”. No tenían mal sabor, pero como nos la daban tan a menudo, los chicos empezamos a odiarlas. Hubo mañanas en las que nos negamos a merendar aquellos queques. Los estudiantes llegábamos al área donde nos repartían la merienda y al ver que lo que había para merendar eran queques, dábamos la vuelta y nos marchábamos.


Los profesores se enfadaban y nos recriminaban diciendo: “Piensen en la cantidad de niños que habrá en el mundo que no tienen la posibilidad de tener estas galletas para comer, y ustedes las rechazan”, y los estudiantes respondíamos a coro: “Pues mándenselas a ellos”.

En cambio, cuando nos daban los queques en el horario de la merienda nocturna, los cogíamos para utilizarlos luego en el albergue como proyectiles. Se armaba una auténtica refriega. Todo el mundo disparando los queques los unos contra los otros, hasta que llegaban los profesores a poner orden y a obligarnos a entrar en nuestras respectivas literas.

A mí me gustaban los queques. Sobre todo cuando eran nuevos, estaban muy crujientes y sabrosos. Algunas veces, durante la merienda de la tarde, algunos amigos y yo, esperábamos a que todos los estudiantes pasaran por allí a por sus queques, y como siempre sobraban, le decíamos a la chica que nos regalara una caja de queques.

Una caja de queques tenía 50 cm de largo, por 40 de ancho por 40 de alto, así que era algo inmenso. Pues bien, nos la llevábamos y nos sentábamos en algún lugar tranquilo de la escuela y nos poníamos a conversar mientras comíamos queques y más queques. Al terminar, nos marchábamos dejando allí media caja de galletas intacta. Así se despilfarraba la comida en la Cuba de los 80.

Después de las 10 de la noche, cuando apagaban las luces de los dormitorios y los profesores se marchaban, pues suponían que nosotros nos íbamos a dedicar a dormir, pasaban muchas cosas en los albergues.

Algunos estudiantes se ponían el traje de baño y bajaban sigilosos las escaleras para colarse en la piscina. A esos chicos que parecían sombras en la noche oscura, le llamábamos: “los ninjas”. Desgraciadamente, alguna vez apareció ahogado algún estudiante en las tranquilas aguas de la piscina.

No podría hablar de lo que sucedía por las noches durante el horario de sueño, si no hago la separación entre los 3 años de la secundaria y los 3 años de preuniversitario, pues las aficiones nocturnas eran distintas.
Durante los 3 años de secundaria, es decir, cuando teníamos entre 12 y 14 años, éramos más críos y la gente se dedicaba sobre todo a hacerle maldades a los compañeros. Si te dormías, te pegaban en la cabeza con la mano envuelta en una toalla. A esa práctica se le llamaba “pan con lechón”. Era algo que me parecía horrible, porque por mucho sueño que tuvieras, no podías quedarte dormido, porque si lo hacías, era muy probable que despertaras violentamente con un fuerte impacto en la cabeza.

Lo peor de todo era que debido a esto, dormías poco y mal todas las noches. Yo llegué a un punto tal, que alguna mañana me desperté con un fuerte dolor de cabeza. Sabía que me habían pegado, pero el sueño era tan grande, que ni siquiera el golpe consiguió despertarme.

El “pan con lechón” tal vez era la maldad más macabra, pero no era la única. También estaba el “trineo”, que consistía en tirar de tu colchoneta con sábanas y todo y dejarte tirado en medio del pasillo. También se daba el caso de que podían sacarte con todo, incluyendo la tabla de la litera, y dejarte durmiendo en las duchas, de manera tal que despertaras cuando los chorros de agua (el agua la ponían unos minutos antes de darnos el de pie) te despertaran. También podías aparecer durmiendo en la sala de estar del albergue.
Una vez pasados al preuniversitario, con edades entre 15 y 17 años, esas prácticas pasaron al olvido. Ya era posible dormir plácidamente, pues los chicos empezaban a dedicarse más a otro tipo de entretenimientos, muchas veces, de índole sexual.

Había parejas, que no abandonaban el edificio docente después del estudio. Se encerraban en sus aulas, gracias a que nosotros teníamos las llaves de las mismas, cerraban bien las ventanas por dentro y se quedaban allí a hacer el amor. Algunos hasta amanecían allí. Muchas veces habían hablado con algún buen amigo, para que al día siguiente por la mañana, antes de ir a desayunar, pasara por el aula y les abriera la puerta, pues se quedaban literalmente encerrados.


Luego, en los dormitorios, los chicos dedicaban sus horas de sueño a hacer ejercicios físicos para cultivar sus cuerpos, a aprender a bailar con otros chicos que hacían de profesores de baile, a masturbarse, entre otras actividades. Estos últimos, muchas veces procuraban merendar rápido, para coger buen puesto en los balcones de los dormitorios, pues se masturbaban mirando a lo lejos los dormitorios de las chicas, mientras se cambiaban de ropa antes de dormir.

A decir verdad, durante los años de la adolescencia, lo de hacerse pajas, no era una cuestión del horario de sueño. Los chicos nos masturbábamos constantemente, y lo curioso es que muchas veces eran prácticas grupales y hasta se denigraba a aquellos chicos que rechazaban las prácticas masturbatorias.

En el apartado docente, sobre todo cuando la escuela se convirtió en IPVCE, soportamos una carga importante. Recibíamos un plan de estudios diferente al del resto de los centros estudiantiles del país. Teníamos 11 turnos de clase al día, 6 por la mañana, y 5 por la tarde. Por esas fechas dejamos de ir a realizar labores agrícolas así como las demás actividades extraescolares.

Recuerdo que por aquellos años llegó el auge de la computación. Teníamos laboratorios de computación con pc muy rudimentarias, pero que a nosotros nos parecían objetos de otro planeta. A mí nunca me enganchó mucho la computación como asignatura, pero sí reconozco que me apasionaba el contacto con la tecnología, pues de alguna manera, comprendía que aquello sería el futuro de nuestras vidas.

Las relaciones profesor-alumnos era muy curiosa. Los profesores tenían la tarea de impartirnos el conocimiento, pero al mismo tiempo, en algunos casos, más velado que en otros, nos admiraban muchísimo. Tuve incluso, algún profesor, que cuando nos portábamos mal y no le dejábamos dar la clase, nos hacía estudiar los contenidos por los libros de texto y no nos hablaba más de esos temas, aunque luego, nos aparecían en los exámenes.

Nuestro colegio tenía una particularidad curiosa, allí dentro los varones éramos más dados a jugar al fútbol que a jugar al béisbol. Y digo que era raro, porque en Cuba el béisbol es el deporte nacional, mientras que el futbol siempre se encontró en un segundo plano, y más en los años 80. Sin embargo, en la vocacional, por algún misterio que no llego a comprender, todos éramos muy futboleros y organizábamos campeonatos entre todas las unidades y aquellos partidos eran históricos. Recuerdo que mi unidad, la 2, disputó varias veces la final, y alguna vez que perdieron, las chicas no paraban de llorar desconsoladas, y muchas no fueron a cenar esa noche. El comedor estaba desierto, pues se ve que la derrota les había robado el apetito.

El día del pase, era un día muy especial. Nos reuníamos todos en los puntos de recogida y los cientos de autobuses del parque de autobuses del colegio, nos llevaban a todos hasta nuestros respectivos municipios. En mi caso, viajar desde Santa Clara a Trinidad era un recorrido de 3 horas. Muchas veces éramos más estudiantes que asientos, así que a algunos chicos nos tocaba ir de pie. Yo era uno de esos que casi siempre viajaba de pie. Algunos amigos tenían la suerte de ser del agrado de algunas chicas que no vacilaban en llevarlos sobre sus piernas, y bueno, estaba también el caso de chicas que permitían que las llevaras a ellas sentada encima de ti.

En el autobús se cantaba, se jugaba, se hacían cuentos, chistes, también dormíamos, porque el viaje daba para todo. A veces se acostumbraba a hacer unas especies de meriendas colectivas haciendo circular por el autobús latas de leche condensada cocinadas de las que todos comíamos al menos un poquito.
Todas esas cosas, esa manera de compartir la vida, nos unió de un modo increíble y nos marcó para siempre. Éramos como una gran familia, y los vínculos que se forjaron durante esos 6 años, en muchos casos aún perviven.

Últimamente, gracias a facebook he conseguido contactar con algunos viejos amigos de aquellos tiempos, y tengo otros amigos de la vocacional con los que nunca he perdido el contacto del todo, a pesar de haberme marchado de la isla. Para ellos y por ellos, es que escribo estas palabras. Para que quede de alguna manera constancia del cariño y el amor que nos profesamos, cariño y amor que nació de compartir tantos y tantos momentos tristes y dulces, de haber crecido juntos, de haber aprendido juntos, de haber soñado juntos y de haber despertado juntos de este sueño que es la juventud.

A todos mis hermanos de la Vocacional, también a los profesores, quiero decirles que tienen un lugar especial en mi corazón.

Hace dos años volví a la Che Guevara en busca de mis recuerdos, en busca de ese niño que fui entre aquellas paredes, aulas y jardines, y ya la Che no era la Che. El deterioro era increíble. Creo que ahora la han convertido en 3 institutos diferentes. Las piscinas están sucias y sin agua, el gimnasio está destrozado, las escaleras están rotas, la mala hierba se come aquel lugar.

Tal vez por eso se me ha hecho necesario pensar en la vocacional que yo conocí, (1983-1988) y no en ese cadáver que es hoy, tal vez el mejor de los símbolos de la decadencia cubana en materia de educación, y una clara muestra de que aquel tiempo pasado fue mejor.

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