Esa tarde inventé el silencio. Luego lo busqué en el parque. Entre los bancos y una paloma que adornó mi chaqueta con el fruto de su digestión. Lo inventé entre la lluvia y la prisa del reloj diminuto que llevaba en mi muñeca. No existía. No existía la más mínima duda que me iría. Que desistiría. Que renunciaría...
Fue triste. A aquellas ganas locas que tenía por dejarte sumé mil motivos de ocasión para mantener esa alianza acostumbrada, el calor en mis espaldas, o simplemente el alcánzame tal cosa. Independientemente de todo, tu sombra, tus pasos, eran parte de una historia a la cual me aferraba como idiota católico, que busca cumplir cierto mandamiento divino. Mi idea de la felicidad, entonces, se ceñía básicamente a lo mismo del cada día. A una mano tomando la mía por la calle. A provocar un comentario de envidia o celo fatuo. A provocar una suegra más para la historia de las suegras.
Cuando vino el momento supiste ser lo que en realidad eras. Un engañoso miedo, Un hipócrita acostumbrado a jugar con fichas de madera verde. Un papel sanitario que se dobla. Una tinta que lo mancha. Algo que embarra el papel y oculta la tinta.
Hasta ese entonces había visto en ti todos los defectos posibles de un futuro en total soledad y ausencia de tu acompañamiento. No eras nada y lo eras todo. No existias, pero te inventaba. Estabas y no te veía. Respirabas y yo me me impulsaba al boca a boca. Maldecías y yo reía. Te pasaba la mano. Te consentía. Era peor. Es peor inventarse lo que no existe. Es inútil regar el suelo para ver crecer una piedra que está al lado de la planta. Es vital abandonar el misterio de lo incierto y no insertarse en la maresma de ser día y noche, tarde y mañana, luz y oscuridad.
Te felicito. Lo lograste. Por un momento pensé que serías el único. El que Dios mandó para mí. El que yo creía no existía. El que me decían que sí, que andaba por las calles pero difícil de discernir entre tanta gente, entre tanta gente de mierda, como si la mierda, pudiera ocultar la mierda. Luego descubrí que no, que no eras así. Eras más sútil. Más carismático y desdoblado. Con cierta fuerza histriónica en tu mirada de gigoló Yarini. Hábil en las muecas y en las poses nocturnas o recién llegado del trabajo. Una incertidumbre total pero certera.
Esa tarde llegó el límite. Lo busqué en tu risa, en aquellos ademanes locos que hacías en la distancia. Aquellos abrazos ciertamente fingidos pero que parecían tan sinceros. Lo encontré en la curva de lo que parecías ser y no eras. De si eras tú o no eras. Del se parece pero estoy equivocada. Lo encontré en la cara de quien iba contigo. Por un sentido autoproteccionista pensé que era una hija que me habías ocultado, luego recordé que siempre me dijiste te gustaban más jóvenes.
Esa tarde caminé hacia ti. Hacia los dos. Iba decidida. Solo que, cuando llegué se hizo de noche, y la mano, la cartera, el gesto rápido, la rabia, el grito, hicieron que me creyera Dios por un instante. Luego, se hizo la luz tras el sonido que provocó el revoloteo frenético en las palomas del parque.
PUBLICADO POR ROBERTO ARIEL LAMELO PIÑÓN
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