jueves, 18 de abril de 2013

NAÚFRAGO.

la foto de Omar García Valentí
 Cuando cursaba las aguas en rasante navegar de rapiña, oyó alguna vez a los más viejos griots del mar, contar historias sobre los pecios de esqueletos ocultos bajo sudarios coralinos, tesoros ahogados, cañones que disparan ayes de sal con cada pústula herrumbrosa que cae de sus cuerpos, cráneos que no dejan de sonreír a los peces que los lamen, en busca de la última partícula de carne.

 Desde entonces, su tranquilo sueño de hierro se vio vulnerado por pesadillas, fantasmas de leve niebla salina y ecos deformados por las profundidades. Sembrar terror entre peces y crustáceos con sus largas redes; llenar su vientre de leviatán con cadáveres de escamas congeladas y vomitarlos al puerto como romano glotón en pleno banquete, para retornar por más a la mar servida, perdieron todo encanto. El alma de cazador se contaminó de temor al mar, se deshizo ola a ola.

  Cada salida al océano ignoto, lo mataba un poco. Comenzó a naufragar poco a poco. En vez de hacer agua, hizo pánico entre cada juntura, por cada remache, por cada marinero y pescador, a través incluso del hielo de la nevera. No existen bombas capaces de aliviar tal fluido. No hay proa posible contra las marejadas del miedo.

  Todos los peces capturados traían en sus ojos mensajes de carabelas y calaveras. Los jadeos agónicos de las branquias transmitían en absurda clave los primeros versos del epitafio, reservado en el lecho dominado por Poseidón y Olokún. El agua bajo su vientre se congelaba a cada nudo avanzado hacia los cotos de pesca.

  Seco de vida, recibió con una última sonrisa oxidada, la llegada intempestuosa del eructo eólico que lo elevó por los aires, lejos del reino húmedo de la muerte. Al caer sobre la orilla infectada de mangle, dedicó sus últimas fuerzas de acero a encallarse con tal solidez, que las puntas saladas de los dedos del mar nunca podrían arrastrarlo junto a los pecios.

  Pero los peces mueren fuera del agua, aunque sean depredadores metálicos al servicio de otros depredadores que viven del aire y la carne del pez. A salvo del horror marino, durmió tranquilo por primera vez en muchos años, bajo el  sutil manto venenoso del oxígeno. La muerte sin pesadillas es preferible a la vida saturada de horror. En la arena, su cadáver proclama su triunfo sobre la sal, con jubilosos gritos oxidados.   

por Antonio E. Rojas, Tony. 

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