la foto de Omar García Valentí |
Desde entonces, su tranquilo sueño de hierro
se vio vulnerado por pesadillas, fantasmas de leve niebla salina y ecos
deformados por las profundidades. Sembrar terror entre peces y crustáceos con
sus largas redes; llenar su vientre de leviatán con cadáveres de escamas
congeladas y vomitarlos al puerto como romano glotón en pleno banquete, para
retornar por más a la mar servida, perdieron todo encanto. El alma de cazador
se contaminó de temor al mar, se deshizo ola a ola.
Cada salida al océano ignoto, lo mataba un poco. Comenzó a naufragar
poco a poco. En vez de hacer agua, hizo pánico entre cada juntura, por cada remache,
por cada marinero y pescador, a través incluso del hielo de la nevera. No
existen bombas capaces de aliviar tal fluido. No hay proa posible contra las
marejadas del miedo.
Todos los peces capturados traían en sus ojos mensajes de carabelas y
calaveras. Los jadeos agónicos de las branquias transmitían en absurda clave
los primeros versos del epitafio, reservado en el lecho dominado por Poseidón y
Olokún. El agua bajo su vientre se congelaba a cada nudo avanzado hacia los
cotos de pesca.
Seco de vida, recibió con una última sonrisa oxidada, la llegada
intempestuosa del eructo eólico que lo elevó por los aires, lejos del reino
húmedo de la muerte. Al caer sobre la orilla infectada de mangle, dedicó sus
últimas fuerzas de acero a encallarse con tal solidez, que las puntas saladas
de los dedos del mar nunca podrían arrastrarlo junto a los pecios.
Pero los peces mueren fuera del agua, aunque sean depredadores metálicos
al servicio de otros depredadores que viven del aire y la carne del pez. A
salvo del horror marino, durmió tranquilo por primera vez en muchos años, bajo
el sutil manto venenoso del oxígeno. La
muerte sin pesadillas es preferible a la vida saturada de horror. En la arena,
su cadáver proclama su triunfo sobre la sal, con jubilosos gritos
oxidados.
por Antonio E. Rojas, Tony.
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