POR EL COJITO BIBIJAGUA
Me contó que aquella tarde iban en la guagua, porque habían salido del trabajo como todos los días y regresaban a nuestro Tulipán añejado y empolvado de siempre, cuando se presentó a la vista de todos, el escenario grandilocuente de una sociedad amalgamada entre gritos y lanzamientos de embriones de gallina. Huevos, benditos de la canasta básica Revolucionaria que se convertían en menos de una eyaculación precoz, en la granada más mortífera de la dignidad humana.
Él acompañaba a mi madre, que a su vez me acompañaba a mi, que me movía con insistencia en esa camita feliz que resulta ser por nueve meses el vientre femenino. Yo sin dudas los acompañaba a ellos, ajeno a las revueltas más seudorevolucionarias de la historia cubana y universal.
Me contó que entrando ya en territorio marginal, con esa estirpe mambisa, machete en mano, salió a dar la cara un mortal, y gritando con voz calmada y baja, aclaró que al primero que se le ocurriera lanzar la granada alimenticia, recogería su mano antes que la cabeza. Ángela sabiendo de la bravura de aquel, reorganizó a su pelotón y marchó en búsqueda de otros emigrantes, ¨escorias¨, ¨gusanos¨, ¨contrarrevolucionarios¨ de pronta estampida.
Ella misma, compañera de los programas y organizadora de piquetes antinaturales, comunista por auto declaración y leninista porque tocaba por la libreta de abastecimiento, logró años después permutar sus creencias fidelistas, por las cristianas, emergentes del periodo especial.
Aquel mambí moderno marchó a un norte revuelto y deseado, sin manchas de huevos en la memoria personal. Mi padre aun lo recuerda como salvador de lo que a él le tocaba enfrentar: el desorden y el sinsentido de la violencia acumulada en un huevo salvador de una cena años después.
La Micro Fracción aun existe Raulito, en este país, que ni es comunista ni es na´, dijo mi conciencia, el día que Carlos, mi compañero en la Facultad de Ingeniería, me avisó que no podía llevar aquel pulóver blanco como la paz, porque estaba manchado con esa pequeñísima bandera norteamericana y ¨enemiga¨.
Carlos, -le dije- mi hermano, deja la anormalidad, que en primera, no tengo otro, en segunda, esta es la bandera de Lincon y de Malcom X, y la respeto como a cualquier otra, y en tercera asere, no me vengas con estupideces, que ya estoy hasta los cojones de lo mismo.
Él, con esa sabiduría que le otorga el hecho de ser presidente de la FEU, militante inclaudicable de la Juventud Comunista, y portavoz de una sabiduría administrada por un titiritero oculto, me explicó coloridamente que era una cuestión de patriotismo rechazar cualquier símbolo de invasión ideología, que tenía que ajustarme o presentarme a un posible consejo disciplinario.
Cuanta utopía rota. Se me borró la historia de Hemingway, besando la tricolor de la estrella solitaria a su llegada a La Habana en el 54, se me fue también por el caño la increíble leyenda de Henry Reeve.
Seguí llevando mi único pulóver revolucionario, con las barras y las estrellas en miniatura, sin ofender a nadie más que a la idiotez humana.
Resulta tan extraño todo.
Años atrás mi padre me comentó el día que detuvieron a mi abuelo, y le plantearon por necesidad histórica y seudojustificada que tenía que irse del país. Aquellos hombres grises le habían colocado en sus manos de jugador empedernido de bacará y boxeador prematuro, un documento que a sus ojos analfabetos se le ocultaba el significado de la propuesta partidista.
Mi madre, sabia lectora homologada con su sexto grado de educación, le tradujo al Cojo Bibijagua, que aquella cuartilla le recomendaba que se marchara a una orilla distante y enemiga, que lo botaban para hacerle el favor a una sociedad que se construía con los más elementales principios cívicos y humanos.
El Cojo, había boxeado con cuanto campeón popular le llevaran, era experto cargando dados y marcando barajas, conocía como nadie la seducción criolla en los versos de cuantas rancheras mexicanas existiera, sabía corresponder a la injusticia ajena con puñetazos y retoricas. Sabía como pocos, querer a los niños, conocía de rones, cigarros, y sexos robados a mujeres. Era desde que nació un paciente caminador y hablador. Esa tarde, con la misma paciencia con la que trotaba por la vida, respondió a los grises ejecutores de la barbarie, que cuando se fuera Fidel Castro y todos ellos, se iba él.
A mi no me pudieron botar Agüi, me aclaró tiempo después.
Me contó que no se dejó poner el nombretico de escoria, ni de excluible, que él se llamaba Cándido Rodríguez Juvier, y que sus amigos, que eran todos, le llamaban El Cojito.
Mi padre también me contó que un día él mismo disparó contra unos invasores, que entraron de madrugada en una playa, que no le temió a la muerte visible y primaveral. Qué aquellas granadas blancas y digeribles que lanzaban a los cubanos emigrantes le dolieron en el pecho tanto como las que mataron a sus compañeros del pelotón en abril del 61.
El Cojo, se murió en una cama cubana, sin pasar frio, ni hablar inglés, lo enterramos como raíz preciosa en las tierras del viejo y empolvado Tulipán.
Carlos, viajó por el mundo conocido, regresó, ahora es dirigente de camisa a cuadros y panza llena, y aun no sabe porque la ideología ni se enseña ni se prohíbe. Sigue siendo él, un cuadro más.
Ángela no sé en que templo estará rezando y pidiendo perdón a su Dios, eso espero, por los pecados cometidos con los huevos en la mano.
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