martes, 15 de enero de 2013

A MARIA TERESA


 Querida Amiga:

Te conocí con saya amarilla y camisa blanca. Caminando loma abajo rumbo a Frank País. Siempre fuiste hermosa, como tantas otras, pero algo en tu mirada y en tu manera de ser me hicieron quererte diferente. Desde un inicio profesé hacia ti un cariño fuera de toda discusión y embrujo parejero. Tu sonrisa solía desarmarme todas la posibles excusas de pensarte igual a las otras. Luego te veía en ocasiones apagada, con esa mirada distante, a menudo fingiendo desatinos propio de tu adolescencia, elucubrando ideas para un futuro, atadas con raíces a un presente. Aferrada a lo que quiero ser o a donde quiero ir pero me obligan... y apenas si rozabas ya los diecisiete.

Luego te me hiciste mujer y no porque hubieses cumplido dieciocho. Verte acompañada me provocaba cierta mezcla de alegría e  inconformidad, por querer para ti siempre lo mejor y en una ocasión hasta te dije: esto no te puede estar pasando.

Las circunstancias han cambiado. La fuerza, la vida, el alejarte, el separarte de "lo tuyo" te han convertido en una mujer de la noche a la mañana. En poco tiempo dejaste de ser carga, para convertirte en sostén. En apenas meses dejaste de mirar a los hombres como una chiquilla y transformaste tu Universo en una pléyade de ideas e imaginaciones sustanciosamente deliciosas. El hambre de conocer te llevó por los senderos de la noche,  por suerte, casi siempre bien acompañada. La cotidianeidad de esas palabras, de un interlocutor, de un discurso se apoderaron de tu cuerpo y te dejaron en él, ese sabor dulce-amargo de quien no sé sí dice la verdad, no sé porque me juzga así, pero conoce más de la vida que yo, y quizás, debo hacerle caso porque tiene la razón.

Te he extrañado infinitamente. Debo confesarlo. No es mi culpa. A mi también se me apagó la noche en apenas unos días y cuando pude abrir mis ojos y mirar estabas tú, mucho más joven que yo, brindándome esa mano que tanto necesitaba. Y miraba tu cara y te imaginaba tan tangible, poderosamente fuerte, decidida y a los pocos segundos me sorprendías con un problema y era entonces yo él que tenía que apartar los mios para concentrarme en tí.

Un día te dije, SI, VALE LA PENA, LUCHALO, LO MERECE y me alegró tanto que me hubieses escuchado, aunque estuvieras ya decidida, apresurada por tu corazón, inconteniblemente nerviosa a causa de las inquietas y revoloteantes mariposas. Me alegro que seas feliz. Un día te conté que la felicidad vale la pena perseguirla aunque no siempre sea eterna o sea siempre la misma, o se nos presente a retazos. Vale la pena ir, aunque solo sea para darnos cuenta que no debimos haber ido. Nuestro pensamiento no progresa tras pantallas LED de 30, 40 o 50 pulgadas sino con la práxis, así ésta venga rebosante de amarguras, desencantos y desilusiones. Todas esas pequeñas calamidades son las que nos hacen más fuertes y las que nos hacen decir: creo que conozco LA VIDA. Aunque solo sea una pequeña parte, aunque solo podamos conocer de ella un poquitico más.

Hoy no estás en mis manos y siento una felicidad inmensa. Te me escapaste como el aire, como el dolor, como la felicidad se escapa después del orgasmo. Hoy eres tan TÚ y yo me siento tan triste pero a la vez reconfortado que hayas aprendido la lección y que necesito seas tú ahora quien me explique como es que se vive a instantes y a contrareloj; sin programaciones y sin planificaciones.

Te he soñado en cada párrafo que ahora he escrito. Me he incluso culpado por haberte mencionado, por haberte malherido, perseguido... Me he culpado por querer estar siempre ahí donde no estabas y yo te puse, o a la inversa. Te habrá parecido que esta cuota de cariño a flor de piel ha tergiversado su destino y me arrepiento, te pido disculpas por quererte siempre mucho y por intentar ponerte en los pedestales más alto de mi panteón de amistades a los cuales suelo hablarles con la mayor naturalidad del mundo.

Aún te recuerdo, aún te miro con camisa blanca y saya amarilla.

 Aún espero que regreses de la escuela.

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