Ocurrió hace ya algunos años, creo, si mal no recuerdo, fue por el 2004 en uno de mis viajes a Cienfuegos. Siempre que visito la Perla es tradición visitar la Playa de Rancho Luna, entre otras cosas porque a mis hijos y a mi esposa les encanta esa playa nuestra.
Ellos se bañaban sin quemarse recibiendo ese sol rico de diciembre que tanto gusta a los turistas, pero yo, como siempre ha dicho papá, soy alérgico al agua, y sólo me mojo cuando cumplo con el horario habitual del baño, protegido por cuatro paredes y con una temperatura que oscile entre los 34 y 36 grados.
Sin embargo, aburrido en la orilla, decidí alquilar una bicicleta acuática, y fui con mi hermano al lugar donde las alquilaban cerca del hotel.
Fue entonces cuando me vi rodeado de gente y de gritos. Había canadienses, rusos, alemanes y cubanos, siendo estos últimos los que gritaban desesperados. Pregunté que ocurría y entonces alguien me dijo que su yerno, un italiano, acompañado de un amigo cubano, se habían ido hacía mucho tiempo a bucear y que no regresaban, y que ellos temían que les hubiese ocurrido algo.
“¿Pero dónde están?” Pregunté buscando con la mirada más allá del horizonte.
“Ese es el problema, que ya ni se ven.” Me respondió el suegro, hecho un manojo de nervios, mientras la hija gritaba a sus espaldas alterando más el ambiente. “ ¡Pero están por ahí, y se van! ¡ La corriente se los lleva pa´fuera coño!”
El hombre agarró una bicicleta acuática, se colocó un chaleco salvavidas en la espalda y lanzó tres en el interior del vehículo amarillo. “¿Quién me ayuda que yo no puedo pedalear solo?” Dijo sin recibir la respuesta de ningún lado.
Mi hermano, que me conoce como si me hubiera parido, me puso la mano en el hombro y me susurró al oído. “Tú no, cualquiera menos tú.”
Miré hacía la playa, donde mis hijos corrían por la arena mientras mi esposa conversaba con mi hermana, ellas no podían verme, ni siquiera se enteraban de lo que sucedía. De aquellos dos hombres que la corriente se llevaba mar afuera, el único dato que tenía era el de su nacionalidad y el parentesco de uno de ellos con el hombre desesperado, de tez blanca curtida por el sol, que pedía ayuda montado en la bicicleta acuática.
“¡Qué alguien venga conmigo coño que mi yerno se jode!” Las miradas de todos se perdieron en el vacío evitando encontrarse con la del hombre, di un paso y mi hermano me tiró del brazo. “¡Liber estás loco cojones, estás loco Liber, siempre has estado loco!” Me subí a la bicicleta y dando pedales me puse el chaleco salvavidas.
La preocupación de mi hermano era doble, la primera, porque cualquiera, incluso los que saben nadar se puede joder en una cruzada de ese tipo, y la segunda porque sabía, que una de las cosas que nunca había intentado en mi vida, era la de aprender a nadar. Y ahora estaba dando pedales de frente al mar en una embarcación que apenas alcanzaba a detener el embate de las olas.
Mientras más nos alejábamos de la orilla, más agotador se hacía el pedaleo y más altas eran las olas que nos chocaban.
Tres veces estuvo a punto de voltearse la bicicleta y en una de ellas divisamos los dos cuerpos flotando en una distancia que era más del doble de la que habíamos dejado atrás.
“¡Allí están, pero no puedo más, las piernas me tiemblan coño!” Me dijo el suegro del italiano y lo noté más nervioso, esta vez, que cuando estábamos en la orilla.
Fue entonces cuando vino una ola que nos levantó por los aires y al caer, perdimos los dos chalecos salvavidas. “¡Tenemos que virar pa´tras negro, tenemos que pedir ayuda!” Mi acompañante comprendió entonces que la misión era imposible, y lo comprendió justo cuando los dos, sin conocimiento de lo que hacíamos, estábamos en medio de la nada. Nos dimos la vuelta, y fue entonces cuando comprendí lo lejos que estaba de la orilla, no podíamos distinguir los cuerpos y había comenzado a sentir la rabia del sol sobre mi espalda, todo el color que había perdido en mis años viviendo el la fría Suecia, volvió sobre mi frente.
Los dos tuvimos miedo, no sólo por la vida de aquellos que flotaban de cara al sol siendo llevados por la corriente, sino por la de nosotros mismos, y pusimos todo el empeño posible en regresar a la orilla.
“¡Los vimos los vimos, pero se van a morir están muy lejos, no pudimos hacer nada, perdimos los chalecos!” Gritó el hombre antes de poner los pies en la arena.
Cuando nos bajamos de la bicicleta, ya el negro Vilches estaba ahí, con sus trenzas rastas y presto para cumplir con su labor de salvavidas.
Él los había visto salir en la mañana, pero estaba seguro de que el italiano iba con un experimentado buzo y no entendió que corriesen peligro. “Algo les salió mal, lo más probable es que se les acabó el oxígeno, pero yo los traigo . Dijo, y corrió sin chaleco salvavidas hacia la bici, intentó pedalear y fue entonces cuando comprendió que necesitaba un ayudante y se dirigió al hombre. “¡Vamos amigo a buscar al pariente!” “Esta vez no, las piernas no me dan ni aunque quisiera, no puedo.” El hombre había dejado todas sus energías en el primer intento, había dejado más, sintió que aquella misión era mucho más grande de lo que había pensado.
Mi hermano me clavó los ojos con fuerza tremenda. “Otra vez, no ¿Por qué tú pinga, mira como hay gente en la playa?” “¿Me ayudas?” Me dijo Vilches como si se tratara de alzar una caja de mangos situada sobre la arena. “Si claro.” Le respondí sin pensarlo dos veces, y esa segunda vez subí al vehículo sin el chaleco salvavidas.
Cuando habíamos recorrido más de la mitad del trayecto las piernas me empezaron a temblar, miré hacía la orilla y ya no se veía la gente, eran puntos que comencé a confundir, mientras me intentaba agarrar un dolor de cabezas. La lengua se me hizo un nudo y las palabras llevaban una carga palpable de miedo, la realidad profunda, estaba apendejado, acojonado como dicen en España. “¿Estás seguro de que no nos vamos a joder?” El negro Vilches me sonrió sin dejar de pedalear y trazando como todo un experimentado la ruta correcta para llegar a los cuerpos. “Primero me jodo yo antes que tú, y no me quiero morir. Tú tranquilo que conmigo siempre estarás seguro.”
Los alcanzamos tan pronto como pudimos, el oxígeno se les había agotado y flotaban de espaldas en espera de que alguien fuese en su ayuda. Logramos subir al italiano a la bicicleta, expuestos a que en el rescate se virase, mientras el cubano, librado del molesto peso de los tanque de oxígeno, dijo que prefería ir nadando al lado de la embarcación. Vilches lo miró conteniendo las ganas de agarrarle del cuello por aquella imprudencia, pero lo único que le dijo con respeto fue: “De pinga loco, esto ni se te ocurra hacérmelo más, de pinga.”
Cuando había transcurrido un año de aquel incidente regresé a Cuba de vacaciones, y en la Plaza de los guajiros de la ciudad, un hombre vino y me saludó muy contento. Le dije que me parecía conocido, pero que no sabía exactamente de dónde. Me dijo: “Yo soy el suegro del italiano. Compra todo lo que quieras en la plaza que lo pago yo.” “No gracias, fue la respuesta y continué en lo mio.”
Las cosas que tiene la vida, unos cuantos años después, nuevamente en Rancho Luna, lanza uno de mis hijos una pelota y viene justo a caer cerca de una familia que descansaba en la arena. “¿Tú otra vez?” Me dice un señor que descansaba con su esposa y al que le causó más alegría verme, que la molestia del balonazo que los llenara de arena. “Ahora vivo en Italia la mayor parte del tiempo. Al final terminé marchándome al extranjero con mi hija” “Coño compadre, ¿ y todavía te acuerdas de mí?” “Sabes negro, tú eres el único rostro del que nunca voy a olvidarme en mi vida.” Me dio la dirección de su casa, me dijo que me invitaba a una cena, que en Italia, si alguna vez iba, les visitara.
Hoy he pensando en Rancho Luna, en Vilches, en esa gente linda de mi tierra y me sentí inspirado para escribir este hecho, tan real, como el nombre de cada uno de los participantes. Y a usted, amigo cubano-italiano, le deseo lo mejor y recuerde, que aunque nunca acepté una cena, SIEMPRE HAY TIEMPO PARA TENDER UNA MANO AMIGA.
OJALÁ Y PUEDA LEER ESTE ESCRITO DONDE QUIERA QUE ESTÉ.
(Escrito por Liber Yamil Barrueta Martínez)
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