por Roberto A. Lamelo
Eros Ramazzotti, el ídolo italiano decidió un buen día, sabe Dios porqué, ir
a hospedarse al lugar donde yo trabajaba. A Cayo Largo del Sur, allá en las afueras de la isla de Cuba.
Entre la masa humilde y desposeída, amante de su
música o de la farándula de admiración tercer mundista, se generó un murmullo in
crescendo por el suceso, al extremo que, más de uno de mis colegas de trabajo,
optó por cambiar sus días de trabajo para – decían -, poder ver a Ramazzotti.
La pregunta “¿estarás aquí cuando venga Ramazzoti?” se convirtió en un trending
topic que se tuiteaba de boca en boca o por interno entre todos los trabajadores
del Hotel en el cual el artista no se hospedaría. No me imagino el júbilo y la
pamplina entre los trabajadores del Hotel en que se hospedaría ese que una vez
me hizo suspirar tanto.
Cuando comencé a
estudiar Italiano en la Universidad, Eros, fue mi primera biblioteca musical. Me
aprendí muchas de sus canciones. Ya no estaba tan pegao pero cuando sacaba una,
yo me la aprendía y cuando la cantaba yo era la sensación, no él. Luego lo reemplacé por la Pausini y por Gianluca Grignani.
Pero mi admiración a los
artistas - italianos o no - se limitaba, y aún se limita creo, a admirar su labor profesional.
Fuera de las cámaras y los micrófonos, son tan humanos como yo, y yo, por
supuesto, no cambié mi sistema de trabajo ni porque iba a venir Ramazzotti, ni
así me dijeran que regalaría CD´s firmados por él. Mis vacaciones se quedaron en los días que tenía planificado. ¿Para qué
quedarme? ¿Acaso estaba seguro que lo vería? ¿Cómo yo podría tener la certeza
que regalaría discos compactos originales y no CD's satamente quemados con el Nero Burning Room?
No me quedé, fuera de
mis días establecidos de trabajo, cuando Carmen Rosa Báez fue al Cayo, y yo
recuerdo con muy buen agrado, la pila de veces que Carmen Rosa intercedió por
mí mientras yo, inmaduro como una guayaba de las del cuento de Cirilo
Villaverde, me movía asustadizo por los pasillos de la ESVOC Ernesto Guevara,
buscándome problemas frecuentes por cosas tan incomprensibles para mi como
estar “desviado ideológicamente” Hubiera
sido un buen momento para agradecerle, años después a Carmen Rosa, las innumerables ocasiones
en que me salvó el pellejo.
Tampoco me quedé cuando
fue Otto Rivero, al cual me unía el mismo lazo que el de Carmen Rosa: habíamos
estudiado juntos en la misma escuela, pero con el cual no tenía ni esta gota de
afinidad. ¿Qué le iba a decir? Hola Otto, ¿te recuerdas de mi? ¿No te acuerdas?
¿Lamelo? Imagino que su respuesta en ese
año 2000 hubiese sido la misma que me dio en el 96, cuando fue a llenar el
tanque de su vehículo en la Empresa donde yo trabajaba. Bueno, en honor a la
verdad se acordó de mi apellido – raro y mencionadísimo en esos años en que
estudiamos juntos – pero no de mi. Luego me dijo, Coño, es que ha pasado mucho
tiempo. Es que cuando yo me fui… En ese mismo instante lo interrumpí y le dije:
“Por favor Otto, ese cuento a otro, tú te fuiste, sí, pero porque si no te iban”
Luego le dije lo que él sabía y me comentó entre risas: “Coño que tiempos
aquellos,… que memoria tú tienes…no le digas a nadie que me joden coño” No fue
necesario hacerlo. La historia se encargó de ubicar a Otto en el lugar que él
mismo se buscó.
A mi siempre me dio, me
da y supongo me dará lo mismo ver o no a “fulano” y en el tiempo que trabajé en
el Cayo, las veces que cambié mis días de vacaciones no fue por que quise, sino
porque me lo ordenaron ante una emergencia laboral, no porque vendría Juan Luis
Guerra y su 440.
A Raidel, el que atendía "la seguridad' en el Cayo, se le ocurrió
un día nombrarme su mano derecha en este tema de las visitas y no fueron pocos
los personajes de puntería que atendí como miembro del staff de Relaciones Públicas.
Conocí y entablé un buen diálogo con Juan Almeida Jr., quien me dicen está por
aquí por Miami, hecho todo un empresario – cuando fue al Cayo también lo era –
y no se me ha ocurrido ir ahora a verle y preguntarle si tiene algo mejor para mi que
este trabajito de Auditor Nocturno a 9.00 pesos la hora que ahora tengo en un hotelito de tres estrellas aquí en el Downtown de Miami.
Tampoco cambié mis
vacaciones cuando fue Elián con toda su familia, a pesar de que Raidel casi me
lo exige, pero cuando fueron Hassan, Randy, Carlos Lage, Felipe Perez y muchos
otros yo sí estaba, aunque ya me había degradado por cuenta propia a un simple
recepcionista hotelero.
La gente se retrataba
con ellos a pesar de las fuertes medidas que se establecieron. Conservaban
luego las fotos o el recuerdo como algo tan íntimo como una íntima. Fue el
único instante en que muchos de los trabajadores se sintieron cerca del cielo,
y ellos, los otros, con algún pie puesto en la tierra. Uno de los trabajadores,
que vivía en la Isla de la Juventud, atorado tiempo después en un trámite
burocrático en la capital, haló por el celular y amedrentó a la burócrata con
una foto en la cual se le veía retratado al lado de Felipe Pérez Roque. Así funcionan los códigos de retratarse al
lado de los famosos: como salvoconductos ante una emergencia.
Algunos de los trabajadores
fueron tan dichosos, que no tenían ni que enseñar las fotos. Escarlet, por
ejemplo, quien fue el chofer designado a manejarle a Lage y a Felipe dentro del
Cayo las veces que estos fueron de visita a Cayo Largo, me decía “Robe, esta
gente está loca, ahora me tratan diferente.” Las personas, por intuición –
falsa o cierta, vaya usted a saber – asumía que Escarlet era un intocable o que
a partir de aquel nombramiento lo era y lo trataban con una deferencia que yo
en ocasiones me sentía abrumado con las historias que él mismo me contaba.
Hablando de las fotos… supongo
que ya no valgan 3 kilos. Ya no tienen el mismo efecto. Es comprensible.
A decir verdad, para mi
eran tan humanos todos ellos como el más humilde limpiabotas o barbero de mi
ciudad. A Randy lo tuve delante con su cara mala, su sonrisa sempiterna y su
largo cuello. Hassan vino varias veces a preguntarme si ya su habitación estaba
lista, pues no había dormido en toda la madrugada y a ninguno le dije “vamos a
tirarnos una fotico” ¿Para qué?
Si algún recuerdo
gracioso de aquella época conservo es el día que Pedro Ross Leal vino a hacerme
preguntas sobre la labor sindical en aquel lugar donde el Sindicato, de más
está decirlo, era un mero cobrador de la cotización. Me tiró 3 rectas, a 75
millas cada una, y ninguna pude batearla. El ponche fue tan sonado y le provocó
tanta rabia a él y risa a Juana María la Gerente del Hotel, porque da la
curiosa casualidad que yo era el del Buró Sindical en el Hotel y apenas sabia
el nombre de la mujer que lo era en la localidad. Cuando me preguntaron el
apellido de aquella Sra., apenas atiné a decir como Pablo Milanés: “Yolanda” Y
esa fue solo la primera recta que me lanzaron.
Y la conecté de foul.
Cuando Ramazzoti fue a
visitar Cayo Largo del Sur, en ese instante, y no cuando yo tenía 20 añitos,
era para mi tan importante como cualquier persona de mi entorno cotidiano. Un
colega de trabajo, de apellido Claro, decidió cambiar sus vacaciones y días
antes elucubraba ideas de cómo acercársele a ese ídolo contemporáneo de la
música internacional. Ramazzoti sin dudas – decía – formaría parte de lo más
excelso de su biblioteca digital.
Cinco metros, quizás
menos, quizás más, fue todo lo que pudo acercársele, antes que un
guardaespaldas, contratado por el artista, lo tomara por el cuello de la camisa
y lo arrojara otros cinco metros más a lo lejos junto con su cámara fotográfica,
la cual milagrosamente y para su fortuna, Claro pudo salvar para futuros momentos de
gloria.
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