Poco a poco, Laurent se fue volviendo loco de rabia. Resolvió expulsar a Camille de su cama. Al principio, se acostó vestido; luego, evitó rozar la piel de Thérèse. Por fin, movido por la saña y la desesperación, quiso abrazar a su mujer aunque fuese para aplastarla, antes que cedérsela al espectro de su víctima. Fue aquélla una rebelión espléndidamente brutal.
En resumidas cuentas, sólo lo había llevado al cuarto de la joven la esperanza de que los besos de Thérèse lo curarían de sus insomnios. Y tras hallarse en aquel cuarto como dueño y señor, su carne, desgarrada por crisis aún más atroces, no había pensado ya ni siquiera en intentar curarse. Y había pasado tres semanas como un hombre hundido, sin acordarse de que lo había hecho todo para que Thérèse fuera suya; y, ahora que por fin le pertenecía, no podía tocarla sin incrementar sus desdichas.
La excesiva angustia lo sacó de aquel estado de embrutecimiento. Presa del primer trance de estupor, del extraño abatimiento de la noche de bodas, había podido olvidarse de las razones que lo habían impulsado a contraer matrimonio. Pero con los reiterados vaivenes de sus malos sueños, se fue apoderando de él una irritación sorda que pudo más que la cobardía y le devolvió la memoria. Recordó que se había casado para desterrar las pesadillas mientras estrechaba a su mujer entre los brazos. Y entonces abrazó a Thérèse repentinamente una noche, arriesgándose a pasar por encima del cuerpo del ahogado, y la atrajo hacia sí con violencia.
La joven tampoco podía ya más; se habría arrojado a las llamas si hubiera creído que las llamas podían purificar su carne y librarla de sus males. Devolvió el abrazo a Laurent, decidida a que la quemasen las caricias de aquel hombre o a hallar alivio en ellas.
Y se ciñeron en un horrible abrazo. El dolor y el espanto hicieron las veces de deseo. Cuando sus cuerpos se tocaron, creyeron que habían caído en un brasero. Lanzaron un grito y se estrecharon más, para no dejar sitio al ahogado entre la carne de ambos. Pero seguían notando jirones de Camille, que se aplastaban de forma infame entre ellos, helándoles la piel a trechos, mientras que el resto del cuerpo les abrasaba.
Sus besos tuvieron una espantosa crueldad. Thérèse buscó con los labios el mordisco de Camille en el cuello hinchado y rígido de Laurent y apoyó en él la boca con arrebato. Ésa era la llaga viva; cuando se hubiese curado esa herida, los asesinos podrían dormir en paz. La joven se daba cuenta de ello e intentaba cauterizar el mal con el fuego de sus caricias. Pero se abrasó los labios y Laurent la apartó con violencia, lanzando un sordo quejido; le parecía que le estaban poniendo en el cuello un hierro al rojo. Thérèse, despavorida, volvió a la carga y quiso besar otra vez la cicatriz; notaba una amarga voluptuosidad al poner la boca en aquella piel en que se habían hincado los dientes de Camille. Por un momento, se le pasó por la cabeza la idea de morder a su marido en ese mismo sitio, de arrancarle un trozo de carne de buen tamaño, de hacerle otra herida, más honda, que hiciese desaparecer las señales de la primera. Y se decía que si veía la marca de sus propios dientes, no volvería ya a palidecer. Pero Laurent defendía el cuello de aquellos besos, que le escocían de forma demasiado devoradora; rechazaba a Thérèse cada vez que ésta le acercaba los labios. Así lucharon, entre estertores, revolviéndose en el espanto de sus caricias.
Se daban perfecta cuenta de que no hacían sino acrecentar sus sufrimientos. Por más que se quebrantaban en terribles abrazos, gritaban de dolor, se abrasaban y se lastimaban; pero no podían calmar sus despavoridos nervios. Con cada abrazo, su repugnancia era cada vez más patente.
Mientras se daban aquellos besos pavorosos, se apoderaban de ellos aterradoras alucinaciones; se imaginaban que el ahogado tiraba de ellos por los pies y sacudía la cama con violencia.
Se soltaron un momento. Sentían ascos y rebeldías nerviosas invencibles. Pero no admitieron la derrota; volvieron a abrazarse y tuvieron que volver a soltarse, como si se les hincasen en el cuerpo clavos al rojo vivo. Intentaron así varias veces vencer su repugnancia, olvidarse de todo agotando y quebrantando sus nervios. Y en todos y cada uno de aquellos intentos, sus nervios se tensaron y se irritaron causándoles tanta exasperación que, si hubieran seguido en brazos uno del otro, es posible que hubiesen muerto de crispación nerviosa. Aquel combate en contra de su propio cuerpo los había exaltado hasta la rabia; se empecinaban, querían tener la última palabra. Por fin los quebrantó un ataque más agudo; notaron un choque de inaudita violencia y pensaron que el gran mal iba a derribarlos.
Arrojados a los extremos de la cama, abrasados y lastimados, rompieron a sollozar.
Y en esos sollozos les pareció oír las triunfales carcajadas del ahogado, que volvía a deslizarse bajo las sábanas con sarcástica risa. No habían conseguido expulsarlo del lecho, estaban vencidos. Camille se acostó silenciosamente entre ellos, mientras Laurent lloraba su impotencia y Thérèse temblaba al pensar que al cadáver podía entrarle el capricho de aprovechar su triunfo para estrecharla a su vez entre los putrefactos brazos, como legítimo dueño y señor. Habían intentado la suprema solución y, ante su fracaso, comprendían que a partir de aquel momento no volverían a atreverse a darse el menor beso. El ataque de loco amor que habían intentado provocar para matar sus terrores comunes acababa de hundirlos aún más en el espanto. Lloraban lágrimas de sangre al notar el frío del cadáver que iba ya a separarlos para siempre, y se preguntaban, angustiados, qué iba a ser de ellos.
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