viernes, 8 de marzo de 2013

Therese Raquin(fragmentos)

CAPÍTULO XXIII

Poco a poco, Laurent se fue volviendo loco de rabia. Resol­vió expulsar a Camille de su cama. Al principio, se acostó vestido; luego, evitó rozar la piel de Thérèse. Por fin, movi­do por la saña y la desesperación, quiso abrazar a su mujer aunque fuese para aplastarla, antes que cedérsela al espec­tro de su víctima. Fue aquélla una rebelión espléndida­mente brutal.
En resumidas cuentas, sólo lo había llevado al cuarto de la joven la esperanza de que los besos de Thérèse lo cura­rían de sus insomnios. Y tras hallarse en aquel cuarto como dueño y señor, su carne, desgarrada por crisis aún más atroces, no había pensado ya ni siquiera en intentar curar­se. Y había pasado tres semanas como un hombre hundi­do, sin acordarse de que lo había hecho todo para que Thérèse fuera suya; y, ahora que por fin le pertenecía, no podía tocarla sin incrementar sus desdichas.

La excesiva angustia lo sacó de aquel estado de embrute­cimiento. Presa del primer trance de estupor, del extraño abatimiento de la noche de bodas, había podido olvidarse de las razones que lo habían impulsado a contraer matri­monio. Pero con los reiterados vaivenes de sus malos sue­ños, se fue apoderando de él una irritación sorda que pudo más que la cobardía y le devolvió la memoria. Recordó que se había casado para desterrar las pesadillas mientras     estrechaba a su mujer entre los brazos. Y entonces abrazó a Thérèse repentinamente una noche, arriesgán­dose a pasar por encima del cuerpo del ahogado, y la atra­jo hacia sí con violencia.

La joven tampoco podía ya más; se habría arrojado a las llamas si hubiera creído que las llamas podían purificar su carne y librarla de sus males. Devolvió el abrazo a Laurent, decidida a que la quemasen las caricias de aquel hombre o a hallar alivio en ellas.

Y se ciñeron en un horrible abrazo. El dolor y el espanto hicieron las veces de deseo. Cuando sus cuerpos se toca­ron, creyeron que habían caído en un brasero. Lanzaron un grito y se estrecharon más, para no dejar sitio al ahoga­do entre la carne de ambos. Pero seguían notando jirones de Camille, que se aplastaban de forma infame entre ellos, helándoles la piel a trechos, mientras que el resto del cuerpo les abrasaba.

Sus besos tuvieron una espantosa crueldad. Thérèse buscó con los labios el mordisco de Camille en el cuello hinchado y rígido de Laurent y apoyó en él la boca con arrebato. Ésa era la llaga viva; cuando se hubiese curado esa herida, los asesinos podrían dormir en paz. La joven se daba cuenta de ello e intentaba cauterizar el mal con el fuego de sus caricias. Pero se abrasó los labios y Laurent la apartó con violencia, lanzando un sordo quejido; le pare­cía que le estaban poniendo en el cuello un hierro al rojo. Thérèse, despavorida, volvió a la carga y quiso besar otra vez la cicatriz; notaba una amarga voluptuosidad al poner la boca en aquella piel en que se habían hincado los dien­tes de Camille. Por un momento, se le pasó por la cabeza la idea de morder a su marido en ese mismo sitio, de arrancarle un trozo de carne de buen tamaño, de hacerle otra herida, más honda, que hiciese desaparecer las seña­les de la primera. Y se decía que si veía la marca de sus propios dientes, no volvería ya a palidecer. Pero Laurent defendía el cuello de aquellos besos, que le escocían de forma demasiado devoradora; rechazaba a Thérèse cada vez que ésta le acercaba los labios. Así lucharon, entre estertores, revolviéndose en el espanto de sus caricias.
Se daban perfecta cuenta de que no hacían sino acre­centar sus sufrimientos. Por más que se quebrantaban en terribles abrazos, gritaban de dolor, se abrasaban y se las­timaban; pero no podían calmar sus despavoridos nervios. Con cada abrazo, su repugnancia era cada vez más patente.

Mientras se daban aquellos besos pavorosos, se apoderaban de ellos aterradoras alucinaciones; se imaginaban que el ahogado tiraba de ellos por los pies y sacudía la cama con violencia.
Se soltaron un momento. Sentían ascos y rebeldías ner­viosas invencibles. Pero no admitieron la derrota; volvie­ron a abrazarse y tuvieron que volver a soltarse, como si se les hincasen en el cuerpo clavos al rojo vivo. Intentaron así varias veces vencer su repugnancia, olvidarse de todo agotando y quebrantando sus nervios. Y en todos y cada uno de aquellos intentos, sus nervios se tensaron y se irritaron causándoles tanta exasperación que, si hubieran seguido en brazos uno del otro, es posible que hubiesen muerto de crispación nerviosa. Aquel combate en contra de su pro­pio cuerpo los había exaltado hasta la rabia; se empecina­ban,    querían tener la última palabra. Por fin los quebrantó un ataque más agudo; notaron un choque de inaudita vio­lencia y pensaron que el gran mal iba a derribarlos.

Arrojados a los extremos de la cama, abrasados y lasti­mados, rompieron a sollozar.

Y en esos sollozos les pareció oír las triunfales carcajadas del ahogado, que volvía a deslizarse bajo las sábanas con sarcástica risa. No habían conseguido expulsarlo del lecho, estaban vencidos. Camille se acostó silenciosamente entre ellos, mientras Laurent lloraba su impotencia y Thérèse temblaba al pensar que al cadáver podía entrarle el capricho de aprovechar su triunfo para estrecharla a su vez entre los putrefactos brazos, como legítimo dueño y señor. Habían intentado la suprema solución y, ante su fra­caso, comprendían que a partir de aquel momento no vol­verían a atreverse a darse el menor beso. El ataque de loco amor que habían intentado provocar para matar sus terro­res comunes acababa de hundirlos aún más en el espanto. Lloraban lágrimas de sangre al notar el frío del cadáver que iba ya a separarlos para siempre, y se preguntaban, angustiados, qué iba a ser de ellos.

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