martes, 7 de mayo de 2013

Javier Gomá: La genialidad se ha convertido en el atributo del individuo moderno.

En más de un sentido, el nuevo libro del filósofo Javier Gomá es una reconquista. Y como tal, entraña evidente riesgo. Necesario pero imposible


(Taurus) es el libro que culmina un esfuerzo wagneriano, una tetralogía sobre la vida, o mejor una adenda a su trilogía sobre la vida —Imitación y experiencia (Pre-Textos y Crítica), Aquiles en el gineceo (Pre-Textos) y Ejemplaridad pública (Taurus)— que aborda la muerte con el ánimo de recuperarla como asunto de la filosofía.

El escrúpulo y la paciencia con los que se explica Gomá invitan a imaginarlo como fundador de la mayéutica, pero él dice que es sólo por la costumbre de tratar con la grey periodística, un gremio hostigado por muchos apremios. Y uno no sabe si agradecer su esfuerzo divulgativo o tomarlo como una condescendencia que revela cuánto nos aparta la prisa de lo importante.

¿Podría decirse que el suyo es un libro de rebeldía contra la muerte?
Cada escritor es creador de un lenguaje o se apropia de un lenguaje, y en mi léxico la palabra rebeldía no está. Sé que es una palabra de uso frecuente con la que los escritores suelen identificarse a ellos mismos, dicen de sí mismos que son grandes rebeldes, pero para mí la palabra rebeldía tiene unas connotaciones románticas que he tratado de descomponer ya en otros libros. Cuando ves a un artista que, pagado con subvenciones públicas, hace una exposición conceptual inaugurada por el ministro y dice de sí mismo “yo soy un gran rebelde”, o incluso, a veces, el ministro ensalza esa rebeldía…

Es esa épica que arrastra el arte desde el romanticismo.
Eso es. Bueno, pues eso no pertenece a mi vocabulario. Además tiene algo de vulgarización y masificación del concepto de genio, esa genialidad que ha llegado a ser el elemento identitario del individuo moderno. El individuo moderno sobre todo se ha pensado a sí mismo con el modelo del artista y el grado máximo de ese modelo es el genio. Con lo cual, el modelo mediante el que el individuo piensa hoy cómo es está asociado a la idea de genio, el verdadero individuo es el genio, y todos somos individuos en la medida en que somos geniales: somos distintos, somos excepcionales, diferentes, especiales, rebeldes, transgresores… y es algo que vengo descomponiendo desde hace tiempo en mis textos.

Y por tanto la palabra rebelde no pertenece a mi vocabulario. Otra cosa distinta es que sí que haya la constatación de que a ese individuo, que es la flor más delicada de la realidad, el ultimo estadio en la evolución de la vida y la expresión más eminente del progreso moral, esa individualidad que tiene que ver con una conciencia de todos los hombres, sobre todo de los hombres contemporáneos, del carácter incondicional del individuo y su dignidad, al mismo tiempo que tiene conciencia de esa dignidad incondicional, tiene conciencia del destino indigno al que la vida lo aboca.

Y eso sí que produce una sensación profunda de injusticia: por qué la vida permite la creación de algo tan elevado como la dignidad humana y casi en el mismo instante lo aboca a un destino tan injusto y tan indigno como es la muerte. Y sí que hay ahí un elemento que a mí me interesa porque entronca las reflexiones de este libro con un universal humano. No tiene nada que ver con creencias o ideologías. Precisamente una de las tesis de este libro es que lo que se plantea es una pregunta propia del hombre y de la mujer con su independencia de sus ideologías, de sus creencias, de su época histórica.

En ese sentido, ¿rebeldía es una expresión que usted asocia con las pulsiones de la adolescencia y no de la madurez?
Exactamente, así es.

Bueno, pues esa insubordinación ante la carencia de sentido, que además explica en el epílogo como base de la vocación literaria, por la capacidad de la literatura para crear sentido, cuesta diferenciarla de la rebeldía adolescente. Usted habla de un estadio estético y un estadio ético.
Sí, exactamente.

Y teniendo en cuenta que la juventud se caracteriza por la inconsciencia de la finitud, ¿en qué se diferencia esa, digamos, percepción de la injusticia de la muerte de una rebeldía adolescente? Dicho de otro modo, ¿qué atributos de madurez tiene esa reacción contra la indignidad de la muerte?
A ver si puedo contestar a su pregunta. Verá, este libro tiene una afinidad muy profunda con un libro mío anterior, Aquiles en el gineceo, o aprender a ser mortal

 (Pre-Textos, 2007). La tesis de ese libro es que la vida de un hombre o una mujer se resume en dos estadios, el estético y el estadio ético. En el estético, la infancia y adolescencia, uno tiene más bien la experiencia de su propio carácter absoluto. Descubre su propio yo como algo incondicional, de un valor casi podríamos decir infinito y al mismo tiempo vive en un estado de posibilidad. Todo le es posible. La vida del hombre consiste en pasar del estadio estético, sin abandonar alguno de sus atributos como por ejemplo la conciencia de su dignidad, al estadio ético, a través de la doble especialización, la del oficio y la del corazón.

Esa especialización te lleva a la creación de un individuo en el ámbito social y político, de modo que la tesis del libro es que uno sólo llega a ser individual cuando alcanza el estadio ético y acepta su propia mortalidad. Por lo tanto tenemos en el mismo ámbito estadio ético, mortalidad e individualidad. Claro, en la medida en que uno es individuo sólo entonces aparece la muerte. Si tú vives en un estadio de mera potencialidad en el que te consideras cuasi divino, en el que tienes una especie de conciencia del carácter absoluto y totalitario de tu propio yo, la muerte, que sólo alcanza a lo individual, apenas tiene sentido, apenas te afecta: cuando vives en un estado de potencialidad en el que puedes ser todas las cosas, cuando aún puedes ser periodista, artista, presidente del gobierno…, la muerte no es una realidad. Solamente cuando pasamos del estadio estético al estadio ético…

…hay algo que matar.
Claro, porque sólo se puede matar a entidades individuales. Y sólo eres individuo cuando pasas al estadio ético. Por eso era tan importante que este libro, que se pregunta por la continuidad más allá de la muerte, fuera el último. En los tres anteriores he tratado de definir cómo se crea esa individualidad mortal y contingente, porque solamente una experiencia de la vida habiendo pasado al estadio ético conoce el carácter radical e indigno de la muerte, a saber, que todo, absolutamente todo, termina cuando ese individuo muere. Lo que podríamos llamar la profunda seriedad de la muerte es algo de lo que uno sólo toma conciencia cuando ha entrado en su individualidad, en su eticidad propia de la edad madura. Por eso creo que la experiencia de la muerte es contemporánea a la experiencia de la individualidad que pertenece al estadio ético.

Le entiendo, pero hay una contradicción intrínseca: si la conciencia de la mortalidad es la madurez, este libro es un ejercicio de resistencia a esa finitud, una reacción, no una aceptación.
No, no la hay. Entiendo lo que dice, pero este libro no tiene carácter de libro existencial contra la muerte, o de rebeldía interior. En esto adopta un tono primero filosófico, segundo antropológico, y tercero, ontológico. Con ontológico me refiero a que se pregunta de una manera relativamente neutral sobre si existe o no existe más ser después de la muerte. Yo hablo de suplemento de ser, mortalidad prorrogada, continuidad de lo humano. Es cierto que en determinados momentos hablo de la injusticia que para el hombre representa tener conocimiento de su dignidad y estar destinado a desaparecer.

Y de ello sale un mandato moral: compórtate de tal manera que tu muerte sea injusta. Si tu muerte no es injusta, tu vida no ha sido lo suficientemente individual, no ha tenido esa especie de flor o premio que consiste en ser absoluta y radicalmente individuales, puesto que la muerte es el atributo inescindible de la individualidad. Ahora bien, cuando alguien se muere, casi lo mejor que podemos decir es que el mundo se ha empobrecido, que el mundo ha sido más injusto que nunca con esa individualidad irrepetible, irrenunciable, irrestricta, incondicional.

De manera que un imperativo moral sea que para ti y para el mundo la muerte sea estructuralmente injusta. Dicho esto, el libro no está tanto escrito desde la angustia existencial sino que adopta un tono ontológico: el mundo es así, describo cómo la vida se va estrechando, se va limitando, se va coagulando para el individuo a medida que va progresando en el camino de la vida, y cómo la nostalgia es el sentimiento constitucional humano. Y a partir de ahí, no es tanto ese expresionismo subjetivo de injusticia, de hecho rehúyo ese lirismo en el que mi yo se eleva en contra de la injusticia de la muerte.

Entiéndame, lo interesante de mí es aquello que siendo estrictamente mío es sin embargo universal. Como por ejemplo el universal vivir y envejecer: el hecho de que seamos mortales es algo absolutamente individual y mío, y es totalmente universal. Por eso de mi experiencia me interesa aquello que comparto con el resto de la humanidad y el capítulo se llama Todo el mundo: el mundo en general y la gente en particular. No hay nada de desesperación, sino que el mundo permite la emergencia de una individualidad que está destinada a una destrucción definitiva. Y la pregunta es, ¿esa destrucción es la última palabra o podemos pensar en una continuidad de lo humano?

Vamos llegando al meollo.
Y si pensamos en esa continuidad, ¿bajo qué condiciones? ¿Cómo podría ser un relato verosímil, razonable, plausible sobre ella? Este libro propone una oferta creíble. En los tres primeros libros yo no quería hacer una oferta creíble, sino una descripción del mundo, de un mundo que se puede palpar, que es un hecho comprobable. Aquí no hay nada comprobable, pasamos de un lenguaje afirmativo, descriptivo, a un lenguaje hipotético, conjetural, que transita de lo verdadero a lo verídico, lo veraz, lo verosímil, lo plausible. Por tanto, este libro se esfuerza por convertir en verosímil, razonable, una continuidad de lo humano que ha sido negada como tema filosófico. Mi libro no busca el asentimiento del lector.

No busca conversos.
No, claro, no busca convencer ni sustituir al lector en sus opciones existenciales. Lo que sucede es que como el problema de la continuidad de lo humano, que durante siglos se llamó El tratado de la inmortalidad del alma pero que es algo que yo combato, a partir de Kant se convirtió en un no-tema, dejó de ser un tema, y por tanto viene envuelto en un universo conceptual que no es filosófico, es el de la creencias espirituales, las religiones organizadas... Que, insisto, me parecen muy bien, porque este libro no combate el agnosticismo, el ateísmo, no combate la creencia religiosa, simplemente reivindica para la filosofía una cuestión que tiene indudable relieve filosófico, que lo ha tenido durante más de 2.000 años y que últimamente la filosofía ha abdicado de pensar en él. Lo que sucede es que como nos movemos en el ámbito de lo conjetural, se trataba de hacer un relato que sea asumible por el estado de la cultura y lo que podríamos llamar lo verosímil y el sentido común de una conciencia moderna del siglo XXI.

Quería preguntarle por qué una adversativa en el título, ese “pero”. Podría haber titulado con una conjunción copulativa, Necesario e imposible.
Sí, he hablado de eso. De mi primer libro, Imitación y experiencia
(PreTextos, Crítica, 2003), a este he pasado de lo copulativo a lo adversativo. Creo que habrá pocos ensayos que tengan una adversativa en su título. Aristóteles dice algo muy inteligente: la naturaleza suele dotar a los individuos de capacidades suficientes para llegar a su perfección, a su madurez. Una planta, simplemente con desarrollar el principio interior que tiene, alcanza su plenitud y su esplendor. Lo mismo para un animal.

Y en el caso del hombre, resulta que tenemos una serie de principios interiores que nos llevan a una madurez en la que sin embargo descubrimos nuestra dignidad de origen y la indignidad de destino. Y eso nos hace aspirar a una continuidad que sin embargo es imposible para nosotros. Esto hace que la nostalgia sea el sentimiento constitucional del hombre. La palabra nostalgia viene, etimológicamente, de nostos y algia, el dolor del regreso.

Y lo mismo que desde el punto de vista de la ejemplaridad la gran figura es Aquiles, desde el punto de vista de la nostalgia la gran figura es Ulises. El hombre es un Ulises que nunca llagará a Ítaca. ¿Cuál es nuestro regreso? Pues el de una perfección humana que somos capaces de vislumbrar, pero desmentida por el destino, por esa indignidad que el mundo nos administra al matarnos. Y esa anomalía, esa especie de doble naturaleza, esa condición adversativa de la naturaleza humana, una monstruosidad que contradice el principio de Aristóteles, que es válido para todos los entes excepto para los hombres pues todos los entes pueden alcanzar su perfección menos nosotros, que la vislumbramos y nos es vedada, quise llevarla al título del libro.

Cuando explica las etapas de la historia humana y llegamos al momento en que Dios desaparece de la construcción del mundo, resulta que al descubrir la finitud o cuando menos al poner en duda las garantías de infinitud (religiosas y mágicas) que se dieron por supuestas en siglos anteriores, es cuando se produce el mayor progreso humano: cuando el cosmos es desplazado por el individuo como centro del mundo, nos convertimos en creadores de sociedades mucho mejores.
Sí, esa es mi tesis.

En ese sentido, esa monstruosidad de lo digno y lo mortal contiene una virtud.
Para mí, sí. He escrito mucho sobre hasta qué punto vivimos en el mejor momento de la historia.

Sí, lo suscribo, pero es una pelea contra el mundo. En general el ser humano prefiere pensar lo contrario. Tendrá que ver con la nostalgia que mencionaba: queremos pensar que el mejor mundo posible fue antes, la edad dorada de todo, de las artes a la política, habita en nuestra juventud. E históricamente, que el hombre rural era mejor que el urbano.
Y a eso añádale que, en la medida en que el hombre tiene cada vez una más refinada conciencia de su dignidad, sufrimos peor todos los atropellos a esa dignidad. En una época en que la vida humana, o la vida de la inmensa mayoría de la población, era casi asimilable a la de un perro, un atropello de esa vida no generaba rechazo.

No había un dolor social.
Claro, tú matabas a quinientos esclavos y se admitía; incluso en buena medida el esclavo admitía el atropello porque tenía conciencia de su indignidad, de su menor rango. Su propia muerte la consideraba una desgracia, pero no una indignidad. De manera que si hoy nos quejamos tanto es indicio de un progreso moral: sentimos como atropello lo que siglos anteriores no significaba un atentado a esa dignidad. Por tanto, la queja demuestra lo contrario de lo que pretende. Su pregunta, por otra parte me sirve para introducir otro tema.

Le escucho.
A veces he dicho que la muerte, en realidad, es un invento moderno. En la época en la que la interpretación del mundo era la de un cosmos, lo importante, el ser del cosmos, residía en la totalidad. Lo importante es que el cosmos exista. Y el cosmos en su grandiosidad es verdadero, bello, majestuoso. Si muere una persona en la época cósmica de la cultura, peor para él, pero el cosmos sigue siendo tan bello, tan verdadero, tan magnífico, tan esplendoroso y deslumbrante como antes. La muerte es un accidente que no compromete esa realidad.

Cuando pasamos del cosmos, como realidad última y fundamental, al individuo, si hemos dicho antes que sólo lo concreto muere, la muerte para el individuo ya no puede ser tomada como un accidente, sino que es un hecho absolutamente definitivo e injusto. En algún sentido, la muerte tal y como la entendemos hoy, es un invento moderno, porque es la destrucción de la totalidad del ser que es el individuo.

Eso es un evidente progreso moral.
Claro, entonces tenemos dos niveles: desde el punto de vista de organización, de cómo se han creado las instituciones, creo que se ha producido un inmenso progreso moral, en esa época en que determinadas religiones nos decían que sin ese dios cósmico, todo está permitido, sostiene Dostoievski. Parece que Dostoievski está anunciando que sin un fundamento religioso de la política y la sociedad, caeríamos en la acracia, la anarquía, la anomia. Y fue exactamente lo contrario. Paradójicamente ha ocurrido que la secularización de la cultura ha producido la sociedad más moral.

De hecho, si un científico hoy jurase que matando a treinta personas hallaría un remedio contra el cáncer que salvaría decenas de millones de vidas, no se toleraría ese sacrificio.
Claro, porque el concepto de dignidad se contrapone al utilitarismo de los grandes números. A ti te pueden expropiar una casa si consideran que es bueno que por ahí pase una autopista, pero no te pueden expropiar tu dignidad, aunque pasen veinte autopistas, o aunque sirva para mejorar, como usted dice, la lucha contra el cáncer en todo el mundo. Porque la dignidad es aquello que nunca se puede usar como medio, es fin en sí mismo. Y eso es un inmenso progreso moral. Por eso repito a menudo la pregunta: ¿qué otra época elegiría cualquiera de nosotros para ser pobre, o para ser preso, o extranjero, o tener un hándicap físico o intelectual…?

Es un consuelo oírselo a un filósofo y que a la vez un científico como Steven Pinker pueda demostrarlo con números.
Y la paz de la que habla Pinker, es un progreso moral. Escribí no hace mucho que la entronización de la paz como valor supremo es algo netamente contemporáneo, porque la virtud siempre ha estado asociada a la violencia: la valentía, el patriotismo, la guerra. Y la victoria era la legitimación política, desde Julio César hasta Mahoma. Sin la corroboración histórica y fáctica de una victoria militar, el carisma de los grandes líderes quedaba completamente desvirtuado. Y qué es el patriotismo si no una exaltación de la violencia a favor de la patria hasta la entrega de tu propia vida. Pero dicho esto, entrando en matizaciones, por una parte, la secularización, contra lo que dijo Dostoievski, ha producido el estadio más elevado del progreso moral de la humanidad.

 El estado actual de la cultura, en el ámbito de las instituciones, es la mejor época de toda la historia: el progreso económico junto a la dignidad moral. Ojo, el progreso de la dignidad moral ya sería suficiente, pero lo que ha conseguido occidente en los últimos cincuenta o sesenta años es progreso material y moral. Esto en el ámbito colectivo, pero desde el punto de vista individual, los sentimientos de integración y sentido que daban el pertenecer a un cosmos bien ordenado los hemos perdido. De hecho, el concepto de sentido de la vida es un concepto moderno, porque en la época cósmica el sentido de la vida venía dado. No era un tema. El cosmos te integraba y daba sentido a cada uno de los seres, a los animales, a las plantas, a los hombres, a los ángeles, a dios…

Claro, para el yihadista no existe la pregunta.
Efectivamente, es una no-pregunta
, porque el sentido es obvio. El problema del sentido de la vida nace al pasar de la época cósmica a la individual, cuando el hombre toma conciencia de ser único y al mismo tiempo sustituible, porque el hombre tiene esas dos características, es único y a la vez, destinado a la sustitución.

¿Permite una provocación?
Venga.

¿Y el romanticismo fue la chapuza para burlar ese destino funesto?
No, no, no, el romanticismo fue importantísimo. A mí se me ha tachado de anti-romántico aun cuando en mis textos se aprecia una pulsión romántica domesticada. El romanticismo fue la época que hizo una aportación decisiva: fue el momento en que el hombre toma conciencia del carácter absoluto de la individualidad, eso es el romanticismo. De pronto sustituye a una totalidad objetiva, el cosmos, por una totalidad subjetiva, que es la individualidad. Es una aportación histórica e irrenunciable y todo lo que vendrá después tendrá que partir de eso. No podrá negarlo.

Lo que pasa que en mis libros he hecho un esfuerzo continuado y persistente por domesticarlo. Esto trajo una época, los siglos XVIII, XIX y XX, que supuso un proceso de liberación. El individuo, consciente de su dignidad, sintió como injustas e intolerables las opresiones y las tutelas que venían de la época anterior. E inicio un proceso de liberación ideológica, económica, ética, incluso estética (eso son las vanguardias), etcétera. Fue consecuencia del impulso que nos dio el romanticismo, nos dimos cuenta de que teníamos una importancia tal, y una mayoría de edad tal, que las tutelas de cuando parecíamos menores de edad nos resultaron intolerables. Y eso pone en marcha un proceso que termina, más o menos, en los años sesenta del siglo XX, con los movimientos contraculturales en los que se llega a un máximo.

De acuerdo.
Entonces, todos mis libros son un reconocimiento del valor de ese proceso, el inicio de la educación de ese yo. Cómo puede un individuo que tiene consciencia de su valor infinito, convivir con otros que tienen la misma consciencia. Durante dos siglos la gran pregunta era cómo ser libres, y los últimos 20 o 30 años, la gran pregunta está empezando a ser cómo ser libres juntos.

 El romanticismo es la época en que nos exaltan hasta el máximo el valor de la vivencia subjetiva. La época que hemos iniciado pasamos de la vivencia a la convivencia. Y en el libro Necesario pero imposible, se plantea la supervivencia. La palabra vivencia alimenta los tres grandes momentos. La vivencia subjetiva como algo incondicional, la domesticación de esa vivencia individual para hacer posible la convivencia, en la medida en que supone límites a ese yo absoluto, y finalmente la posibilidad de que ese yo continúe existiendo más allá de la muerte.

En ese sentido, el romanticismo es un picor adolescente.
Sí, pero no solo, eh. Si nosotros llegáramos a ser hombres maduros sin pasar por el romanticismo de la adolescencia nos acabaríamos convirtiendo en mercancías. La mercancía es aquello que es absolutamente sustituible y útil. Tú puedes comprar esta silla u otra. ¿Qué impide que nos convirtamos en mercancía? Que hemos pasado por un estadio estético, por el romanticismo, que nos da conciencia de nuestra propia dignidad individual.

El hombre maduro es en ese sentido esa cosa rara que, habiendo pasado por su adolescencia, por el romanticismo, tiene conciencia de su valor individual, y a la vez ha de ser instrumento de una sociedad productiva. El ciudadano moderno tiene conciencia de su individualidad pero acepta determinados límites para que la sociedad subsista, para que la convivencia sea posible.

Tratando de crear esa “oferta razonable” de continuación del yo, no sea el suyo un libro que parezca escrito contra el miedo, es decir, para combatir el miedo a la muerte.
Efectivamente. No va por ahí.

Es curioso porque detrás de todo escrito contra la muerte, impugnatorio o negacionista, detrás de todo texto religioso o mágico, se puede oler el miedo y su combate.
Me gusta oírle decir eso. Una cosa que me esfuerzo en destacar en la primera parte del libro es que si llamamos a esa supervivencia le llamamos esperanza, mi tesis es que el hombre puede alcanzar una ejemplaridad completa como hombre con independencia de la esperanza. Y puede ser un ciudadano moderno sin que la esperanza forme parte de su identidad como ciudadano. Me interesa destacar ese espectro. Mi simpatía con un proceso de secularización que reconoce la mayoría de edad del mundo y del hombre, con independencia de la esperanza. El libro en este sentido no es un remedio o un consuelo, no es una angustia, no es una grieta por donde se filtra nuestro dolor.

No es un remedio para una patología.
Exactamente. No es que primero tengamos que insistir en que el hombre es un ser enfermo porque sólo si es enfermo tiene sentido preguntar por la supervivencia. Yo no necesito declarar que el ciudadano moderno, pese a sus aspiraciones, es un ser incompleto, angustiado, lleno de miedo hacia la trascendencia. No, yo quiero plantear un individuo que aspira a tener una ejemplaridad feliz en este mundo, a un ciudadano integral y completo con independencia de la esperanza y que en ese estado de gozosa participación en lo humano y en la mortalidad, se pregunta, como es natural, si ese estado puede tener visos de continuidad más allá de la muerte.

Yo no me planteo un dios que sea un consuelo del miedo, de la desesperación, ese dios que sólo tiene sentido si previamente has devaluado al hombre a ese estado de precariedad, de enfermedad, de patología, de angustia de desesperación. No me interesa. La pregunta tiene que nacer de la salud, de la vida, del gozo y del reconocimiento de la mayoría de edad del individuo y del ciudadano. Por eso creo que acierta plenamente en percibir que el perfume del libro no es el miedo. No es un libro este que nazca del absurdo de la vida sino más bien del gozo de la vida.

Usted reflexiona al final del libro sobre su vocación literaria y la proposición de sentido que ésta incorpora en un universo azaroso. ¿En qué medida una proposición de sentido a aquello que no lo tiene no es una ficción?
Es que es una ficción.

El mundo es contingente pero la literatura no es una mentira.
Voy a tratar de contestarle de una forma un poco impresionista. Por un lado defiendo la idea de que la filosofía es un género literario, porque al igual que la ciencia tiene como instrumento de trabajo el concepto, pero la ciencia puede verificar su concepto en un laboratorio. Platón nunca ha sido verificado por lo tanto su verdad depende de la veracidad, de la capacidad de persuasión que tenga el filósofo. Y en eso se parece mucho más a una novela.

Lo que ha de hacer es un buen relato convincente para el lector. Su verdad dependerá de su aceptación, de su recepción, de su asentimiento retórico, literario, parecido al de una persona que escribe una novela. Lo que pasa es que su instrumento no ha sido una narración de sucesos sino que son los conceptos. Pero un buen filósofo debe producir un texto sabiendo cómo emplear los recursos literarios y retóricos para producir persuasión en el lector. En segundo lugar, otra cosa distinta es cuando estamos hablando de la supervivencia de las realidades espirituales. Yo defiendo la necesidad de que se desarrolle un sentido para realidades espirituales.

El sentido común no existe como realidad, va cambiando. La expectativa que tenemos sobre lo que consideramos razonable varía cuando uno está trabajando o cuando está de fin de semana, en la oficina o en la calle. El sentido común varía si uno se enamora, o si acude a una obra de teatro, ante la que el cerebro adopta la suspensión de la increencia y siente emoción. Pues las realidades artísticas, las realidades filosóficas o las realidades científicas, todas ellas exigen desarrollar un sentido para poder acceder a ellas. Vivimos en una época tan positivista que se considera que el sentido positivista es el único posible. Y por tanto las realidades espirituales se convierten en absurdas en la medida en que no hayamos desarrollado un sentido que nos permita acceder a su objeto, que es como ir a una obra de teatro y que alguien esté todo el rato diciéndote que esos son actores.

 Esas realidades no serán verificables, pero requieren su propio sensus
, una propia finezza, una disposición. Es cierto que este libro, en la medida en que trata realidades no verificables, se esfuerza por crear en el lector un sentido, una actitud que es propia de realidades que no están pensadas desde el mundo de la experiencia. Porque la filosofía tampoco es verificable, pero normalmente describe cosas sí verificables, el mundo, la naturaleza, el hombre, la moralidad, que si no son verificables, sí que pertenecen al mundo de la experiencia. Aquí trato de crear un lector apto para el acceso a verdades que ni siquiera son experimentales, que son las espirituales que tienen que ver con la supervivencia. ¿Quiere decir esto que yo estoy pensando que esto es una ficción y que estas verdades no existen? No, al contrario, me esfuerzo en hacer un planteamiento persuasivo y convincente para un hombre moderno, occidental, secularizado y cívico del siglo XXI. Pero yo no he estado allí, no puedo hacer descripciones ni afirmaciones. Me muevo en una argumentación meramente conjetural.

¿Y cómo conjura el riesgo del sofisma?
Depende qué entienda por sofisma, porque hay una parte del sofisma que me parece positiva y atractiva.

En el sentido peyorativo, el uso de argumentos falsos por veraces.
Pero es que no hay ningún paradigma de conocimiento que no esté expuesto a sus degeneraciones. Es como si yo hago una teoría democrática y usted me dice que existe el riesgo de la demagogia, o como si yo hablo de un canon literario y usted me habla del riesgo del bestseller meramente mercantilizado. Si haces buena filosofía, confiemos en la capacidad de ofrecer argumentos convincentes para un hombre inteligente de hoy. Si es pura palabrería acabará siendo un relato no convincente.

Cuando antes hablaba de los paradigmas literarios, filosóficos y científicos, me acordaba de Freud, en tanto fue un esforzado científico de tipo intuitivo que acabó produciendo una ciencia hoy desmadejada como tal pero que sigue considerada en tanto filosofía.
Lo que más llama la atención de Freud es que él tiene una imagen de sí mismo que es la del científico del XIX, casi de bata blanca, cuando para el lector de hoy se parece mucho más a Schopenhauer o a Nietszche.

Pero la excelencia que él perseguía tenía que ver con la ciencia pura. Esto ilustra lo que antes hablábamos del sentido común cambiante, que tiene que ver con las situaciones en que uno vive. Por momentos, hoy Freud se nos asemeja más incluso a un narrador, porque las historias clínicas que relata son las de un autor narrativo de primerísimo orden, y cuando hace sus consideraciones filosóficas, a veces extremadamente alambicadas y según cuentan no siempre fieles a su propia historia clínica, sacrificaba la verdad clínica para redondear la teoría. Pertenece a una época de positivismo extremo…

…en la que todo debía responder al determinismo de la mecánica newtoniana.
Eso es. Hasta qué punto por ejemplo Freud, o tanta gente inteligente, en sus opciones existenciales clásicas están sostenidos en información y en un conocimiento demasiado sencillo. Tú te encuentras con grandes científicos que afirman que son creyentes o que son ateos por unos elementos muy simples. Precisamente porque la filosofía ha renunciado a pensar en los componentes intelectuales de la trascendencia.

Sí, le he leído que los grandes científicos proselitistas del ateísmo responden a un conocimiento de la religión infantil.
Sí, muy pueril. Gente que es extremadamente inteligente, que tiene explicaciones increíblemente sofisticadas sobre la naturaleza, astronomía o el átomo, y que tienen inteligencias deslumbrantes, en sus opciones existenciales básicas, a lo mejor están basadas en información y conocimientos de una época muy primaria de su existencia en la que destilaron unos cuantos datos en los que se ha basado una opción existencial que no han vuelto a revisar en serio. Y a lo mejor está basada en una información sobre la trascendencia, sobre lo espiritual, que obedece a una información pueril, de cuando tenían 8 o 10 años. Ese libro se esfuerza por proporcionar un aparato conceptual más rico para que uno tome la opción que crea.
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