Por Boris Luis García Cuartero
Pertenezco a una familia de educadores –de maestros, como le gustaba decir a mi abuelo Ernesto Cuartero. Me pasaba mucho tiempo en la escuela, aun sin edad escolar, tanto que desde los cuatro años me matricularon como oyente en el aula de Deisy Chang; fui educado bajo estrictas normas, como debiera ser…
Jamás mi abuelo permitió estuviera en su escuela, por aquello de que me permitieran más de cuatro cosas; de hecho, me quería creo más de la cuenta, pero nunca me permitió más de cuatro cosas. Toda calificación fue fruto de mi esfuerzo personal, con la ayuda de la abuela, que desde temprana edad me enseñó las tablas y las reglas ortográficas, hoy las puedo recitar como entonces, fue algo que me aprendí muy bien.
Fui de pequeño a la escuela de la mano de los jodedores alumnos de mi abuelo. Para él no había muchachos malos, es más, esos eran los que más cerca tenía, a los que seguía al dedillo, cómo se portaban, qué notas recibían, cómo se vestían… en la de lugares a que fue para hablar con familiares y vecinos; tenía como máxima que nadie era malo, eso si, nunca regaló una calificación.
Creo que en ese tiempo no se evaluaba al maestro por los resultados de los alumnos. Estoy casi seguro de eso, porque de lo contrario nadie hubiese repetido un grado, ni a mi casa hubieran ido tantos muchachos en busca de la ayuda de la abuela –con las materias, que conste- ni escuchara todavía el agradecimiento al viejo Cuartero por las enseñanzas de antaño, por obligar a unos cuantos a enderezar en la vida.
Si aprendías era porque te interesaba, si te portabas mal te enderezaba la regla grande que tenía mi abuelo en la dirección de la escuela y no hubo padre que le reclamara, no hubo padre que se le apareciera con un regalito para que cambiara una nota, no hubo ni hay quien le señalara con el dedo por ir mal vestido a la escuela, salirse de las normas de la escuela. Si no aprendías, el director de la escuela se encargaba de que ese muchacho no se perdiera.
Recuerdo que todos los años nos íbamos de vacaciones a una casa en Varadero y luego a Guanabo, siempre entregadas a mi abuelo por la CTC y como premio a su labor. Nunca fue el premio de alguien agradecido por la promoción de su hijo, jamás el viejo Cuartero entró en trapisondas con los familiares de sus estudiantes, eso le hacía perder autoridad y prestigio, ambos valores tan elementales para cualquier maestro.
Sus maestros eran sus amigos, su propia familia, pero sin distingos, sin preferencias por uno o el otro; ahora nadie se me puede aparecer con que mi abuelo destruyó la vida profesional de ninguno de sus subordinados, también ayudó, encauzó, educó a sus maestros, como que ninguno pudo tener conmigo siquiera un ápice de privilegios, nada de eso del nieto del director.
Era el primero y el último en llegar e irse de la escuela. El Día del Educador le llenaban la mesa a Cuartero Cachimba de muchísimos regalos, los más tabacos, para que cortara y pusiera en su cachimba…y eso si, eran esos obsequios el reconocimiento a su entrega, a su magisterio, nunca muestra de adulonería o en espera de futuras recompensas.
Ni en la casa mi abuelo decía obscenidades, mucho menos en la escuela. Era un hombre educado, culto, era maestro…respetado y querido por sus alumnos…
Si mi abuelo pudiera mirar por un huequito desde el más allá, seguro se escandalizaba, para él la escuela era el santuario donde se instruye, pero donde también se educa, sobre todo con el ejemplo, con mano dura y pasión a la vez, sin dádivas y a la vez con la única recompensa de que al pasar los años se le reconozca entre sus muchachos, solo como eso: el maestro.
Hoy día escucho tanto, y tan poco para bien…¡qué fortuna el haber contado con el maestro que me educó!
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