Por: El Cojito Bibijagua.
Salir al reencuentro con esa mala yerba que aplasta las
buenas plantas significa un placer enorme y me refiero al hecho de regresar a
tu tierra donde tantos defectos y malas interpretaciones se convierten en un
todo bastante cotidiano y significativo.
Preparas el viaje y solo piensas en
ese pequeñísimo tiempo de vuelo intercontinental que nada puede parar o cesar
los deseos de hacerte bajar del aparato volador
y enorme, correr antes de que se abra la escotilla del avión por sus pasillos, y recibir los regaños del personal de tripulación porque sales disparao caminando y no te interesa ni un comino que esté aun moviéndose la nave por las arterias que conforman las pistas de despegue y aterrizaje porque solo piensas en respirar los olores inconfundibles que te brindan los
pasillos del aeropuerto. Simplemente quedas loco por tocar la tierra.
Nadie corre como un cubano en esa pequeña distancia, entre
el avión y la salida final del patíbulo que llega a convertirse un aeropuerto
cubano. Nadie, se desespera más en esas horas que son demoradas por la
infraestructura deficiente y la deficiencia mental y cultural de algunos de sus
gestores.
Recuerdo con nitidez, los consejos que mi amigo me daba
antes de hacer el primer viaje de regreso al Caimán.
- - Atiéndeme, que te conozco, y quiero llegar rápido
a Cienfuegos, no le hagas caso al personal de la aduana cuando se dirijan
a ti en mala forma- me dijo horas antes
de salir de París.
- - Ok, yo estaré tranquilo pero por qué me lo
dices- pregunte como buen aprendiz.
- - Porque te conozco y no quiero que nos demoren
por tus impulsos, si te piden algo trata de negociar y tragar en seco, recuerda
que esta es mi quinta vez de entrada allá y he pasado por todo- me aclaró.
En realidad pensé que exageraba, y no presté mucha atención
a sus consejos regalados. No sabía distinguir por la inexperiencia, que algunas
de sus palabras tocaran el borde de lo real maravilloso. Él me comentaba de los
atributos que como a Dioses tenías que “aflojar”
para que el transito se hiciera más fluido y ameno.
-
- Los médicos te van a pedir monedas, revistas,
chicle, pegatinas, nieve concentrada, lo
que sea, el caso es tumbarte algo, y los aduaneros te hablaran con despotismo,
sin la más mínima educación se dirigirán a ti, como ordenándote y recriminándote
que estés lejos, siendo un pecador de este tiempo, traidor a sus derechos y
deberes, que se pierden en cada palabra que te dirigirán- me seguía comentando
mi camarada de viaje.
- - Pero...-logré balbucear.
- - Pero nada compadre, aguanta como un cabrón pa salir lo antes posible de eso- me
dijo para convencerme.
Y tenía razón, que no son las razones de otros. Las diez
horas que duró el vuelo se convirtieron en un “dime que te diré” y “en que
te puedo ayudar si te pasa algo”, “te aconsejo que hagas esto”, entre los
cubanos y se sentía en aquella cápsula voladora una angustia y
preocupación mezclada con alegría que distaba mucho de la formal actitud de los
franceses vacacionistas, que dormían, leían, y disfrutaban de un vuelo de
manera diferente a nosotros, los cubanos.
La negra cubanísima que viajaba a mi lado me orientaba con exactitud de
consejos, y me convencía de que no les diera el gusto a los aduaneros.
- - Mira blanquito, tu tranquilito papi, te relajas
y cooperas, si necesitas que te saque algo me lo das, que yo tengo PRE y luego nos arreglamos. Es más, que
no nos arreglamos na, te vas pa mi casa esta noche y mañana así
cansado de tanto trajín si quieres
te piras pal campo ese de Cienfuegos o si te gusta el revolcadero te quedas el tiempo que
quieras en mi Guanabacoa- me decía al mismo tiempo en que yo me resistía a la
idea, de cooperar y revolcarme en su madriguera.
Y yo escéptico como piedra, dudativo como siempre, me negaba
a creer en las torpezas de los que representan y custodian la entrada al país. Pero
el tiempo como sabio al fin me demostró lo equivocado que puedo ponerme, y sin
cautela establecida me tinturó en pleno rostro la realidad a la que en horas y
horas de acondicionamiento me negaba a procesar.
Al llegar, mientas salía por aquellos pasillos verificaba
que lo dicho era cierto y me sentía defraudado, engañado, traicionado, por una
idea que siempre defendía a ultranza y trataba de maquillar con severos y
reales argumentos. Pero la realidad siempre supera, y justo lo que me dijeron
se cumplió. La moneda pedida, las malas miradas y frases groseras, la sonrisa
desaparecida y un bienvenido sin
maquillar coronaron mi entrada a la Isla por la cual estoy dispuesto a todo.
Una de las veces que más me remordí el tuétano fue con un
aduanero que me escupió a la cara un párate allá, mezclado de un tú no
puedes estar aquí, me hablas desde
allá, mientras yo trataba de buscar una línea divisoria o un cartel semi
colgado aunque sea, alguna prohibición que dijera: Área Restringida o un Prohibido
el paso, en aquel pasillo común donde todos pasaban y despasaban cuando yo,
débil viajero, por el cansancio y la ansiedad, solo le solicitaba una ayuda
orientadora sin alguna intención de molestar o violar lo establecido.
Pero fue así, y yo quedé con aquellas ganas de revolcar mi
furia por la injusticia y la intolerancia a lo mal hecho, con las sobradas
razones de saber que aquel diminuto personajillo disfrazado de dictador, me
puteaba porque esa es su labor reglamentada, sin reglamento, por el siempre
hecho de gozarse su posición de poder que nunca ha conquistado, ni ganado por
merito propio. Y alejándome fui, con la llaga incurable sobre los deseos de romperle la
nariz a un hijo e´ puta más que me habían colocado en el camino, recordando las
palabras de mi amigo: Tú aguanta como un
macho cualquier cosa que te diga esta gente. Y así pasamos todo el laberinto, dejando mermar nuestros equipajes y monedas,
comprando las prohibiciones impuestas por sus regímenes aduaneros. Tratando de
salvar algunas pacotillas que queríamos regalarles a nuestras familias.
Llegamos a la salida con más necesidad de unos buenos tragos de Ron para pasar
el infernal rato, cuando en una de las equivocaciones y descuidos de nuestra
ingenuidad, la señora que nos vendió el Ron, nos robaba con sobrado descaro
unos billetes y yo cansado de pelear, y agotado por la batalla que me habían
impuesto, le grité silenciosamente a mi camarada: yo no aguanto más, que se quede con ese dinero, al final, este solo es
el comienzo.