jueves, 17 de enero de 2013

MIL NOMBRES PARA UN MUERTO



En mi vida anterior vivía día a día con frenos.  Con frenos a la necesidad y al espíritu. Frenos en el alma. Frenos en el cielo, en las nubes, en el agua y en la tierra. Frenos en el presente y en el futuro; en una zozobra perenne de creer que podía y merecía tener algo más. Eran constantes mis deseos, nunca quiméricos pero eran irrealizables, poco factibles de ser llevados a la práctica no porque me faltase la voluntad sino porque siempre tuve un puto freno delante.

Mi último freno tuvo nombre de mujer. No fue mi ex-esposa aclaro. A ella le debo entre otras buenas cosas, haberme enseñado a librarme de ciertos miedos, de ciertos tabúes y desesperanzas. Mi freno tenía cientoochenta libras y cincuenta y tantos años.

Es cierto que no le hice nunca mucho caso. La verdad es que uno suele mirar la gente y no confundirse y yo, de ese matojo, ya había visto salir unos cuantos hurones.

Ella, ni porque un día se lo dije, supo del porqué mi irreverencia. Su misión fue firmar y firmó. Luego dijo que podría reconsiderar su firma, que accedía a una entrevista conmigo. Que quería escucharme y entenderme. Es una lástima que solo estuviese preparada para lo primero.

Ella nunca pudo entender de mis utopías incumplidas, de mi tiempo gastado. Nunca pudo contabilizar las horas robadas al sueño, a la voluntad acérrima de no quedarme dormido y seguir estudiando para el éxamen al día siguiente. Ella nunca pudo medir el tamaño del Universo que me dibujé en las manos el día que me gradué en la Universidad. Ella nunca entendió la escala de valores del que trepa rodilla en tierra, del que se jode, sin joder a los demás, del que sabe y puede ser provechoso que opine y aporte. Nunca supo de abrazos tibios, de verdades. Para ella, criticar LA PATRIA, era estar en su contra, aunque identidad, nacionalismo y revolución fueran apenas tres palabras más resbalándose en su lengua. Ella nunca supo cuanto me dolía seguir bajando la cabeza. Ella nunca imaginó que a setenta años de la muerte de Villena, aún pululan los bribones contra los que hay que cargar. Ni siquiera supo que ella era uno de ellos.

Ella nunca pudo decirme BASTA, NO MIENTAS, - aunque no mentía - QUE TE CREES...?

Ella nunca pudo hablarme de Martí, de los que subieron y luego bajaron. Nunca pudo descifrar porque me enojaba tanto ver mi bandera a la intemperie mojándose como trapo en tendedera. Nunca pudo hablarme de una realidad diferente y provechosa, de un futuro para todos y con todos. Nunca pudo definirme una ofrenda a lo que vale. Nunca pudo darle peso a lo que dije, entender mi necesidad de ser libre, de expresarme, de no ser interrumpido a rajatabla. Solo pudo hablarme de sospechas y sorpresas; de enemigos intangibles y de miedos... ah, y de esperas.

Nunca supo de mis insaciables ansias de conocimiento, de superación, de leer un periódico del día. Nunca supo que era imprescindible para mí ser útil y mejor cada minuto, y cuando se lo dije no pudo apretar la masa en el torno. Nunca supo que mi lucha no era personal sino de todos, que mis ideas abstractas con un poco de deseo y amor eran posibles. Nunca supo de mi cansancio por esperar lo que nunca vino. Nunca entendió porqué amaba tanto ir a un teatro y que me importaba un pito la CNN y los otros trece canales.

Nunca pudo aquilatar mi lenguaje, no pudo ni aceptar un ejemplo, pero allí estaba, por delante de mí en la cadena alimenticia. Jugando el papel de lobo cabecilla de una manada sin rumbo y desposeída de aciertos, esperando orientaciones de profetas de ocasión.

Ella era como una locomotora que tiraba y tiraba sin saber hacía donde y yo ese día me negué a seguir siendo un vagón más.

Pensé en decir quién era, así sabrían Uds de quien les hablaba, pero ese muerto... ese muerto tiene muchos nombres.

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