Por Roberto A. Lamelo Piñón
Estar enfermo es del carajo, y entre todos los males, éste, el de doblarme sobre la taza del baño, el arqueo y la expulsión vía boca de lo que no quiere digerirse es de lo peor, sin dudas mucho más doloroso que sentarse en la misma taza, y sentir como cae y cae el agua, no de lluvia, si no pintada de amarillo y con un tufillo nada agradable.
Lo había superado. Para celebrarlo, ayer, me decidí a salir y un polaco, vestido de negro y amarillo con un numero 9 en la espalda, me dio cuatro motivos y cierta alegría para fajarme con otra amarilla, ésta fría y espumosa, en un bar repleto de pantallas de TV transmitiendo imágenes del
basket americano. Mi estómago aguantó la estampida. La úlcera ni se sintió aludida. La hernia se pasó con fichas y mi pobre y débil barriguita agradeció el atrevimiento.
Pero no todo es color de rosas. Una mariscada mal cocinada, sacada fuera de tiempo del caldero, un pulpo que estaba duro, una doctora hablándome de Melendi y una musa que se me fue para Varadero, terminaron por enviarme otra vez a este estado horizontal a veces, arqueado otras, en el cual me da lo mismo si vienen los gringos a conquistar la Florida, que si resucitan a Somoza y lo envian a combatir pinguinos en Alaska.
Me siento mal desde hace días y hubiese deseado volver a la carga con esa fuerza que me caracteriza, con mi andar en frases y palabras maquilladas de poesía. No puedo. En cambio les devuelvo esta crónica desde mi cama, con muchas ganas de volver a arquearme sobre la taza.
Con ganas infinitas que mi musa vuelva de la azul playa.
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