Por Onelia Chaveco
El propio Samuel Feijóo, que para muchos tenía cosas de loco, se
admiraba y asombraba con las ocurrencias de Benjamín Duarte, un
cienfueguero de unas 300 libras que pintó con su pincel original El
Mundo de los Oroposotos.
Ese nombre por supuesto tiene su explicación. Según Feijóo, Duarte que era creador de un mundo plástico nuevo, no podía nombrar sus cuadros con palabras gastadas ni a las cosas desconocidas que se le ocurrían ponerles nombres usuales, de ahí que a cada cuadro moderno lo bautizó con el apelativo de Oroposoto, y su casa llena de pinturas hasta el techo fue entonces el Mundo de los Oroposotos.
Su pintura, tal cual su escritura, estaba poblada de lunas, estrellas, animales de inusitadas formas, tejidos extraños, rarezas, pero tal era su inspiración y creatividad que su esposa se contagió y empezó a pintar junto a él hasta altas horas de la madrugada, cuando rendidos se iban a la cama.
Era entonces que Benjamín sentía su cuerpo envuelto en un halo azul, y la mujer, quien se levantaba a contemplarlo, le veía lleno de una fosforescencia de cobalto.
Sus cuadros tenían nombres sonoros tales como Nao-nao, Korogama, Neuro-Ray, Kangara-Atara o Ritmolito-Kao.
Una vez Samuel preguntó a Duarte cómo hacía para pintar, y éste respondió casi con infantilismo: “A veces estoy durmiendo con los ojos medio abiertos y se me aparece un animalito para que lo pinte; yo lo pinto y se me queda contento, y parece que ese animalito le avisa a otro, porque otro viene y lo pinto, y éste, contento, va avisando, porque siguen viniendo más animalitos y yo los sigo pintando”.
Entre el arcoiris de colores, tenía preferencia por el rojo, azul y amarillo. Fue entonces que alguien le interrogó sino sentía inclinación por el verde capaz de motear de diferentes tonalidades la naturaleza. Y él negó, pues ese tono dependía del color de los ojos de las personas.
Según el pintor cienfueguero, si usted tiene ojos verdes no puede ver esa tonalidad como lo ve alguien de mirada azul o negra, porque seguramente distingue el colorido de un verde más intenso. Incluso quienes se visten de matices chillones –sostenía- no escuchan el chirrido de los tintes.
Confesaba que el secreto de la pintura no estaba en la Academia ni en libros, sino en los 200 tubos de óleo bien invertidos pulgadas a pulgadas, en las pinceladas cortas, irregulares, para dar espirales de fuerza.
Porque había que aprovechar los espacios desocupados, esos lugares vacíos que piden pintura. Y agregaba “yo no soy el culpable, sino el espacio abierto al cual se le ocurren formas”, un espacio más inteligente que Duarte, sin embargo bien aprovechado por sus pinceles, … pues soy más oportunista que creador.
Más su poesía y su pintura no eran los únicos alucinantes. Hablaba mucho y con giros cromáticos, con cosas tan aderezadas como: “Uno tira una semilla entre dos piedras y de ahí puede salir hasta un águila”, “Esta mujer cogió y se clavó en el agua”, o “Un jaguey verde en una tierra roja, con dientes de marfil”.
Creó un diccionario muy personal con palabras como Ondalia cuyo significado era mar, Mizania, pureza; Polacira, escarcha o nieve; Cirania, belleza; Lunafasela, ensueño.
Mas, ahí no termina la singularidad de este artista. Otras de sus pecualiares extravagancias como las llama Feijóo, fueron sus comidas en colores. Cierto día le visitó y encontró a Duarte ingiriendo su menú negro constituido a base de frijoles negros, calamares, hígado asado, caimitillo silvestre, ciruelas pasas, melado de caña y café.
Mientras un manjar gris abarcaba el arroz con guineo, codornices, boniato veteado, plátano burro hervido, níspero y chirimoya.
Así había diseñado sus alimentos en blanco, amarillo o rojo, éstos últimos tan originales que unía el camarón, rábano, tomate, melón de agua, remolacha, mamey y pétalos de rosa en almíbar.
Añada a esto su inclinación por usar corbatas de colores para ponerse a tono con el menú, tal era su inclinación con las tonalidades de este hombre que amó el mundo de la pintura, la poesía, y el arte en general desde un prisma único, singular y desafiante.
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