viernes, 28 de diciembre de 2012

Soy Antologador Profesional


Por Eduardo del Llano
y no es fácil. La gente cree que basta con coger un cuento aquí y otro allá, copiar algunos datos sobre los autores, y a otra cosa. Lo cierto es que hay pocos trabajos tan ingratos. Sobre todo cuando es tu jefe quien te encarga las antologías, y tu jefe se tiene por un tipo original.

Recuerdo mi primer trabajo: Cuentos soviéticos obscenos sobre la Segunda Guerra Mundial. De madre. Todo el mundo sabe que ese tipo de literatura heroica soslaya cuidadosamente el erotismo: los héroes aman con castidad a las enfermeras, le dan la medalla del compañero caído a su viuda, pero jamás arman la menor orgía.

Después de mucho buscar encontré El nazi violador de cadáveres, cuento de Projor Ivanov, premio Ostap Bender del Komsomol, y casi enseguida, qué suerte, El comisario semental, de Slavcho Bujin. Pero después estuve a punto de dejar el trabajo, porque no había nada más. Tuve que incluir algunos cuentos no exactamente obscenos, pero que de cierta manera tocaban el tema sexual: el relato de las hazañas de un ginecólogo en el frente —el frente de Crimea—, las penurias de los prisioneros de guerra en una fábrica de anticonceptivos en Weimar. Cerré la antología con un cuento que sí rebosaba obscenidad, aunque no era sobre la Segunda Guerra Mundial, sino sobre los excesos de un pope ortodoxo. Pero bueno, el pope era de origen alemán.

No mucho después me encargaron un trabajo aún peor: Cuentos de horror con final feliz. Una exhaustiva búsqueda bibliográfica solo me deparó el hallazgo de un cuento, Las caries del vampiro, en el cual el protagonista se salvaba por ser estomatólogo. Desesperado, hablé con el jefe de redacción, quien me dio una idea salvadora: los cuentos debían tener un happy end, pero no tenía que ser necesariamente happy para la víctima. Entonces la cosa cambió: hallé y antologué a montones de cuentos en los cuales los hombres lobos se relamían de placer tras devorar niñas tiernas, historias de parejas felices tras enterrar vivo al marido de la muchacha, relatos de vampiros eufóricos luego de chupar sangre y regresar a la tumba sin obstáculo. Fue una antología de gran éxito editorial: a la gente le gustan los finales felices.

Estuve a punto de volverme loco con el nuevo encargo: Las cien mejores poesías de tema obrero. Aunque sabía de antemano que no iba a tener grandes ventas, mi jefe la encomendó para saludar no se qué congreso, a cuyos delegados se les regalarían los primeros ejemplares. Pero ese no era asunto mío, sino de dónde sacar buenos poemas con ese tema. ¡Y cien nada menos! Cogí poemarios del Siglo de Oro español, de Shakespeare y de Shelley, y dondequiera que aparecían los salvadores vocablos «trabajo», «máquina» o «cobrar el sindicato», ya disponía de un poema antologable. Pedroso y Mayakovski contribuyeron con decenas de textos, pero así y todo al final solo había reunido noventa y nueve poemas. Yo mismo escribí el que faltaba y se lo atribuí a «un obrero anónimo», lo que era cierto en el fondo. El libro apenas se vendió. En la librería cercana a mi casa solo se presentó un tipo y compró dos ejemplares, para un intercambio de regalos en su trabajo en el cual debía entregarles presentes al administrador y al jefe de personal.

Luego vinieron otras antologías, todas erizadas de dificultades: Cuentos satíricos de Corea del Norte, novelas cortas de Víctor Hugo, La crítica social en la cuentística cubana de los 70, Poesía contemporánea rimada, Obras innovadoras del teatro cubano y Ensayos de semiótica para niños. No es fácil, pero el jefe de redacción confía en mi talento. Ahora mismo, sin ir más lejos, acaba de encargarme una bomba: antologar los cuentos policiales cubanos en que no aparezca una cooperante viejita del CDR. No hay dinero que pague este esfuerzo...

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