Tengo la manía de esperar esta hora: 8.30am. Es la hora en que apareces, a discutir cada encomienda trasnochada o matutina - como esa de ayer, el plan de escritos para el mes, como si uno supiera que puede escribir, cuando, como y para colmo con alguien dándote ultimatums - y siento que formas parte de la claridad en mi ventana o de un aire acondicionado que se empeña en seguir enfriando el cuarto de la misma manera en que lo hacía horas antes.
He asumido como reto explicarte mi conciencia. Mis deseos y los miedos de la autocensura que te provocas y te exigen - ¿acaso es una norma también? - como si fueras hija de una tierra insípida, como si fueras minúscula partícula de un presente que se empeñan en hacerlo calco de un pasado, como si fueras sangre sin glóbulos, sin color, sin rabia. Como si fueras mente sin materia, materia sin mente. Como si fueras cuerpo dirigible, cabeza gacha, y boca cosida.
No quiero eso para ti.
Vives en la tierra que abandoné hace un año. Una tierra que deje sumida en el desajuste emocional de seguir siendo una epopeya antigua. Una tierra que adoro y a la cual dicen aún parezco deberme. Una tierra que está pero se pierde. Una tierra que parece perdida ante los ojos de quienes la cuidan con palabras, de quienes la administran con zozobras. Vives en una tierra que el tiempo se empeña en ocultar a las miradas foráneas. Una tierra blanco de constantes fogonazos sin prebendas. Una tierra que ha visto partirse en dos a sus hijos. Un tierra que es culpa y absolución. Una tierra envuelta en un halo misterioso de fuerzas renovadoras escudadas tras pancartas y pancartistas.
Debo aclararte que tengo la mania de desdoblarme sin ser incoherente. Amanezco triste y me refiguro Tartufo a los diez minutos de conversación contigo. Amanezco grato y me apuñalas con esa idea loca de que yo no quiero, que destruyo, que no oxigeno. Amanezco crítico y me tildas de ignomioso, como si no fuera suficiente para mi percibir tu talento esquivando las esquinas de un cubículo, las frases dichas de dientes para fuera, el gordo trasiego de una realidad que te intenta dibujar sin pinceles ni crayolas.
Te repito: No quiero eso para ti.
Será suficiente acaso, esperarte otros diez, quince, veinte minutos... el Sol, se filtrará por este miedo de tu ausencia o tu retraso. No podré decirte que esperé, que no estuviste, que me cambiaste por una tarea emanada a última hora. Una fuente que debías visitar. Una historia que contar y enseñar luego para ser cómplice de unos dientes a la espera de un mérito que no le corresponde.
Serán las nueve y me castigaré por estar lejos, por llegar a ti de esta manera; por intentar convencerte que no temo y que no muerdo; que a veces no tengo más razón que las mismas razones que tú me esgrimes desde esa óptica de quien vive en la otra orilla, de alguien que no quiere visitar España, ni Francia ni Alemania y mucho menos Italia; de alquien a quien le encantan las rosas pero sueña con tulipanes.
Serán las diez, mientras ahora son las 11 y 21 del día anterior. Pienso en tí y en donde vives. También pienso en ese país al cual dices, no podrás dejar de visitar aunque te mueras.
Holanda, a lo lejos, me regresa tu imagen caminando entre sus calles. El Rin, tranquilo se me antoja tu cabello.
Roberto A. Lamelo
junio 2013
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